De la religión y la política

Cuando la Iglesia Católica pisó América incomprendió mitos, creencias y ritos que tenían y tienen tanto predicamento, tanta eficacia, tanto valor moral como el cristianismo de la cultura -no el cristianismo de la Inquisición que también trajeron-, el de las catacumbas.  Habían olvidado el espíritu de quienes seguían a Moisés y entraron al nuevo mundo como los que seguían a Tamerlán o mil años antes, a Atila.  Sucedió la bondad o la maldad sin percibirlo ni saberlo: llegaron simplemente “a la India” sin percatarse que partían en dos el tiempo del nuevo mundo. 

El Papa Juan Pablo II pidió perdón a los 500 años en nombre de la Iglesia por haber incomprendido aquellas creencias.  Ese ‘perdón’ contiene, a más de sensibilidad, sabiduría.  El dios que el hombre proyecta en cada cultura tiene forma, poder, adversidad y color propios de los tiempos de sus fieles.  De la tolerancia religiosa es admitir que a través de cada particular fe crece una concepción en la cual no caben jerarquías ni mejores o peores religiones, no caben superiores ni inferiores dioses ni menos o más perversos fantasmas, súcubos, hechizos, imágenes del mal.  Esto eleva la posibilidad argumental, emocional, intelectual e ideológica del respeto a todos los cultos.

Las guerras y persecución religiosas desconocieron la igualdad de las religiones y las corrientes del racionalismo que existieron clandestinamente ante el hostigamiento religioso.  El racionalismo saltó de su pureza al peldaño analítico y luego a su pasión dialéctica, y descubrió un tope en la otoñal condición religiosa para su avance.  Los dioses tuvieron que cambiar de representantes quienes con la evolución del racionalismo sufrieron condenas por sus crímenes e “irrenunciables” dogmatismos.  Más tarde, el racionalismo también exhibió la intolerancia del progreso  que impedía aceptar que los tiempos -en muchos sentidos- aún les pertenecen a los credos con un papel contradictorio y en algunos aspectos benéfico para el espíritu humano.

Aunque los dioses sean eternos, el tiempo los traspasa.  Un dios antiguo sin fieles hoy no despierta devoción alguna.  Un dios que dejó de prohibir y mandar nos recuerda el ocaso que une la existencia y la nada adonde comparece el intelecto humano en su manifestación más devoradora de la realidad en la imaginación.

Los dioses faltan por olvido, incredulidad o decadencia de la fe.  Si no acuden, recuperar o engendrar dioses es la más humana tarea.  Las fuerzas sobrenaturales atenúan y posponen necesidades vitales de los hombres y gratifican la resignación ante la injusticia cuya sola anunciación basta para un agonizar consolado.

Al parecer, los pueblos han experimentado ese interregno, en el que un dios vence al mal y se va, y al irse deja el bien y la ira.

La pérdida de un dios deja al pueblo solo y a veces la dimensión de su soledad es tal que parece todo él, entero, un dios sin devotos, a quien nadie eleva una plegaria y de quien nadie espera otra obediencia que la impuesta por su naturaleza.  Son excepcionales momentos cuando es bienaventurado, más allá de la fe, por esa ‘pobreza de espíritu’ que es la pureza espiritual con la que adviene el ser humano.  Luego los dioses invaden todos los rincones de la tierra y los pueblos ya no están solos, sufren acompañados.  Los dioses son tan necesarios para resolver tantos desgarramientos entre los ricos y los pobres, los amos y todos los oprimidos, si no el pueblo corre el riesgo de imitar al fuego.  El fuego es ese dios antiguo cuyo único templo está allí donde las cenizas quedan.  Algo de este dios primitivo tienen los dioses modernos, cuando menos el incinerar a su paso la fe que paulatinamente consumen.

La crueldad de la intransigencia religiosa viste hábito político y se jacta de un poder budista, hindú, islámico, católico, protestante excluyente de los demás por gracia de la ventaja propia.

Narcisa de Jesús ingresa a este tablado donde no está sola ni la religión ni el pueblo.  Los santos a quienes los pueblos buscan o crean no son siempre los mismos, son paradigmas diversos de perfección, de una humanidad que no armoniza su existencia con la naturaleza.  La consagración de los santos son nuevos mundos a los que la Iglesia y la política, a veces, incorporan sus conveniencias.  Cuánto dolor más va a soportar la Beata de Nobol, hoy cuando la política y la religión convienen restaurar el concordato de una función del Estado con otra semejante de la Iglesia.