Hace algunos días arribó a las playas de San Clemente un hombre de reposado andar, de esa edad en la que los años caben y sobran. Se trasladaba de su infinito interior hacia el prosaico encuentro con sus semejantes. Por su tez, el hombre hubiese pertenecido a tribus del desierto, tiempos en que mantos, túnicas, sandalias, turbantes protegían de la tempestad, el frío, la arena, el sol y la impudicia.
En San Clemente se mostró con pantalón de casimir desgastado y una camisa raída de botones, de esas que en estos siglos se hicieron. Era un hombre de ayer, vestido de hoy. Lo de ayer iba en la siembra de dudas, misterios y oraciones; lo de hoy, en el despojo de tales atributos por la institucionalidad.
El hombre se reveló y se proclamó un apóstol nombrado recientemente, no profeta ni milagroso ni recuperador de vidas ni perdonador, sino un reproductor de la fe, que no otra cosa es un apóstol. Añadió algo peligroso: “Jesús volvería el lunes de la próxima semana” y luego precisó de acuerdo con su “última comunicación” que vendría el domingo, primero de noviembre”.
El apóstol lo hacía confiando en que sobre este país habían caído previamente bendiciones del cielo: tres santos a cuestas, Santa Marianita, Hermano Miguel y Narcisa de Jesús; al menos una aparición anual de la virgen; milagros testificados y agradecidos en la prensa por sus beneficiarios todos los días; un candidato, reencarnación de Jesucristo desciende a una concentración “enviado de Dios”, de lo cual informa y da fe un intachable diputado; el gobierno pide el asesoramiento y la guía de la beata de Nobol; el éxito de una reunión ministerial se encomienda a dichos de pura devoción y Aves Marías.
Al apóstol le embargaba la idea de que el pueblo sumergido en tan piadosas situaciones no tendría por que dudar de su palabra y estaría dispuesto a juntarse para recibir a su Señor. Y así lo hicieron 20 mil creyentes y el poblado. El día 1º de noviembre la prensa informó que Jesucristo hizo su aparición en el humilde pueblo de pescadores de San Clemente, al que llegó -escoltado por la policía- puesto de punta en blanco, con una túnica celeste y zapatillas deportivas.
Los administradores de la fe reaccionaron con celos de rivalidad: anticipar el retorno era usurpar un patrimonio, una atribución. Denunciaron la impostura y tuvieron lugar todas las acusaciones. “Los afectados”, presurosos mandaron capturar al apóstol y a su Jesús. Lo hicieron no centuriones con látigos y maderos cruzados para cargar culpas. Vinieron en patrullas motorizadas de luces giratorias con sirenas que encantan la atención circundante, llevaban esposas en lugar de palos. Los que iban a morir no caminaron descalzos. Sentados entre policías fueron llevados a consulta ante el juez y el pueblo. ¿Qué hacer con ellos? “¡ Echarles !”, dijeron. Se repetía la anécdota.
En el interrogatorio, los infractores ratificaron sus convicciones: el uno era Jesús y el otro, su apóstol; sabían que enfrentando a los guardianes oficiales de la fe eran víctimas de la maldad humana. Les prohibían reproducir la maravillosa credulidad de tantos siglos. Y sin embargo, inconscientemente San Clemente vio a Jesús en persona sin multiplicar panes ni peces ni sanando enfermos, identificado en un hombre pobre. Se especulaba que tenía otros propósitos; reapareció igual que todos, necesitado, recogiendo limosnas con una canasta, tocando a los presentes y diciéndoles que los amaba, que Dios se lo pague, para irse a donde se van los dioses después de manifestarse ante los hombres.
No permitieron al apóstol presentar a su Jesús. Apocados centuriones modernos los escoltaron hasta el aeropuerto.
Se va volando, murmuraron. Se eleva y se va.
Cosas de la modernidad. Milagros que cada vez son menos a causa de la administración y la poca fe.
El apóstol sufrió por los hombres. Se mezclaban los papeles de predicador, discípulo, impostor y víctima. Le correspondió interpretar la apariencia del sacrilegio.
O simplemente, otra vez, la fuerza del Libro que con su infinita y versátil palabra traduce su drama a cualquier día de cualquier hombre simple del mundo: ese delirio humano por divinizar.