La guerra es el nombre de una forma antigua de resolver conflictos de diversa complejidad. Bajo ciertas circunstancias simplifica antagonismos y reduce las opciones a la victoria o la derrota. La oscuridad de esta simplificación radica en el entrelazamiento de sus causas. La guerra sigue, a condición de que su intensidad no involucre en un conflicto global la naturaleza toda del planeta.
El hombre vuelve periódicamente a las misteriosas parábolas causales de la guerra. Su exploración ha ido desde las eternas disputas sobrenaturales hasta la depuración selectiva de los mejores: la fuerza valora la existencia, lo hecho a semejanza de lo perfecto sobrevive a perdedores que por esta restricción aparecen deleznables.
El capital mercantil vino al mundo afirmando que las guerras han sido democráticas o antidemocráticas. El bien estaba en ‘laissez faire, laissez passer’. La religión y la moral han calificado las guerras de justas o injustas, mientras la teoría las ha considerado expresiones trágicas de relaciones económicas. La victoria espiritual del siglo XVIII atribuyó a la diosa libertad la infernal seducción dispuesta a cualquier contienda por alcanzarla.
La guerra está, dicen, en el principio de esenciales descubrimientos del mundo que habitamos o bien del cuerpo humano; los psiquiatras recuerdan que la Primera Guerra Mundial “permitió” establecer los campos y funciones del cerebro por el abundante material cerebral con que se contó al destaparse tantos cráneos de trinchera a trinchera. Los demófobos piensan que las hostilidades bélicas son mecanismos naturales de “control” de una especie que no debe crecer de manera ilimitada.
Lo único que la guerra no tiene, a pesar de todo lo que se le imputa, es intrascendencia, porque transforma casi tanto como los descubrimientos que, más en nombre de la guerra que de la paz, se han hecho hasta el presente.
La guerra identificada con la muerte es condenable, identificada con la sobrevivencia deviene en mecanismo del progreso. A esto han aludido posiciones que adjetivan determinadas guerras como justas.
La guerra no es sinónimo de suicidio de la humanidad en conjunto, suicidio que es el límite al que arriba potencialmente con la presencia de las armas nucleares que hacen de la conflagración y la paz dos imposibles y además un proceso intrascendente para la razón humana. Las pretensiones de dicha razón serían invalidadas al no poder existir el pensamiento que se refiera a la derrota de todos.
La guerra posee espacios, razones y motivos para recrearse. Todavía todo lo que de ella se diga tendrá su parcela de verdad. Sus ejecutores son y serán educados en la inconsciencia de su función (por la naturaleza, la ciencia y el desconocimiento de la necesidad). En cualquier caso, su ropaje causal será el reflejo de la economía, la moral y la política.
Todas las guerras de hoy, la del Golfo Pérsico; las tribales y civiles del África; las de naciones europeas y del Medio y Cercano Oriente; las campesinas de Asia; las de guerrillas en América Latina, Europa, Asia y África; las refriegas interétnicas de Norteamérica y el resto del mundo; las intentonas golpistas de un centenar de países son presencias aún de la guerra de siempre como muerte y también como progreso. Establecer la diferencia es difícil para el ser humano y simple, para la historia. Por eso no basta el intento -casi imposible- de leer el presente desde el futuro. A veces bien vale, desde el pasado y reconocer el trecho recorrido. La guerra también trasciende por el lado de la derrota pero con las armas de la victoria.
La guerra casi nunca exhibe la necesidad de su existencia.