El hecho tiene transitoria importancia, sobre todo por el desmedido anhelo del Presidente Bush de dar continuidad a una parte de su política internacional en el gobierno de Bill Clinton. A siete días de la transmisión del mando se argumentó ese propósito con una razón superior, una guerra de 116 minutos.
Esta ha sido apenas una batalla, menos aún, un altercado de gran potencia. El objetivo: atraer la mirada encantada de Bill Clinton hacia «su Destino», hacia una «insuperable política con Irak» y la diversidad de la nación árabe. Es obvio, no se trata de una defensa especial, en este caso, de Kuwait ni siquiera de profundizar la división de Irak -tras esa zona de exclusión aérea bajo el paralelo 32 existe lo que ya existía, una protección y control del petróleo que por lo tanto no es tampoco motivo de este conflicto-. No están en juego las resoluciones de la ONU, ingenuidad que no puede ser impuesta a nuestra credulidad. Resoluciones de la ONU han sido tomadas también respecto de acciones que debía asumir u omitir, por ejemplo, Israel y nunca en este caso ha actuado la fuerza norteamericana. Hay determinaciones de la ONU respecto del conflicto bélico entre las naciones yugoeslavas y no se ha registrado participación positiva ni de Gran Bretaña ni de Francia que sí, en cambio, intervinieron militarmente en la acción contra Irak. De tal modo que está presente otro tipo de interés.
El 13 de enero, Marlin Fitzwater, vocero de la Casa Blanca, destacó con especial énfasis que Bill Clinton y su equipo habían sido informados paso a paso de cada una de las decisiones y las acciones tomadas. Cuando, sobre lo mismo, se le preguntó a George Stephanopoulos, vocero del equipo Clinton, si ellos darían continuidad a idéntica política, repuso que ellos han sido simplemente informados y que apoyan la política del Presidente Bush. Este «apoyo» es un principio de conservación de la autoridad. De hecho, respecto de un jefe de Estado lo brindan todos los presidentes electos (ajenos al subdesarrollo). Sin embargo, de suyo no constituye una promesa de persistencia en la misma política exterior. El manifestar que se ha sido «simplemente informados» y el no haber asumido una especie de co-responsabilidad, indica que bajo la presidencia de Clinton, el futuro gobierno norteamericano tendría la intención de modificar esa política exterior.
Debe suceder. Un cambio de política estadounidense es algo requerido. Un gendarme internacional uniformado de ONU es algo increíble. Y es inadmisible la mezcla de decisiones generales de la ONU con las unilaterales de EE.UU.
A las acciones que infringieron principios internacionales por parte de Saddam Husseim (en el pasado, según los demócratas y Ross Perot, fue utilizado para la guerra de esa horrible, desastrosa y sangrienta relación con Irán y, al mismo tiempo, licenciado para la invasión a Kuwait) se suma la condición de ordenador y poderoso y adolescente que es la del Estado USA frente a pueblos y naciones débiles cuando juega con aviones, barcos, cohetes y demás juguetes.
Los pueblos del mundo solo percibimos que en este caso lo que se pretende no es conservar la autoridad de un acuerdo de la ONU sino mantener la política-Bush en el gobierno-Clinton, con un argumento que resulta insuperable: la fuerza, que enceguece a quienes solo saben admirarla.
Que el destino del gobierno de Bill Clinton se nutra de la herencia de Jorge Washington, Abraham Lincoln, Franklin Delano Roosevelt y de esas demandas de millones de norteamericanos nuevos y de su pueblo más viejo, que no supera los 5 siglos y del legado de respeto y reconocimiento a la diversidad de culturas e intereses, incluso de ritmos que, a veces, se afincan en historias que decuplican la de cualquier Estado del continente americano.