El Poder ha sido pródigo en vituperios, maledicencias, denuncias, delaciones. Ninguna imputación suya es más monstruosa que la de ladrón. La pérdida de los bienes lesiona profundamente la relación de propiedad y los estados de ánimo. En ellos echa raíces la riqueza social independientemente de su tamaño, desde el papel periódico que cubre en la vereda el cuerpo agotado del menesteroso hasta las plumas de ganso que protegen el sueño del billonario.
Algunos intereses aprecian que una ética del crimen mejora y depura los beneficiosos perfiles del ser gobierno y oposición. El cargo delictivo, sucedáneo de la “alta” política, es suficiente para atraer la atención, la promoción electoral, el toma y daca de la justicia, la maravillosa atención que en la masa atrasada consigue la acusación, la moral para los más pobres.
Ladrón, le dijo el gobernante-opositor a su rival principal (rival, por buscar y defender “-con todo derecho”- un espacio en el gobierno y otro en la oposición) y su partido rival, por rival, le respondió, “ladrón”.
Nadie atina a distinguir el significado de las recriminaciones mutuas, destinadas al gran desprestigio, no a la captura ni a la sanción, únicamente al ataque. La moral gobernante-opositora emplaza a perseguir ladrones y un tropel creciente corre tras el acusado vilipendiándole, exigiendo que le aprehendan y un grito variado, colectivo de turba morbosamente entretenida acicatea: cójanlo ¡cójanlo! Y llama la atención por su gracia a los transeúntes de estos tiempos.
El ánima gobernante-opositora disfruta de la función judicial, entiende que apresar al ladrón sería provocar los sentimientos opuestos a los de la sola inculpación. No tiene prisa. El suplicio es suficiente y cuando ya van a agarrar al ladrón todo retorna al principio; se reanuda el grito, ladrón ¡ladrón! Pero, ahora contra otro ladrón para que el anterior huya y la persecución continúe. Lo importante es la reprobación. Se trata de extender la desconfianza, que todos seamos “culpables”. Conviene mantener la fuga del acosado y la moral que se excede suprimiendo, expulsando a pedradas al contrincante.
El negocio de la suprema reflexión es la quejumbre “ladrón ¡ladrón!” que proclama la honradez del acusador, incluso del ladrón que se confunde con sus cazadores y pregona su satisfacción en ese rodaje de sentimientos empobrecidos. La murmuración pretende convertir al pueblo entero en fiscal que no dictamina ni perdona, que olvida a quienes mismo rastrea y agota su energía en olfatear la nada.
Las enviciadas conversaciones políticas están repletas de “asombro” por “los robos de él”, “de ellos”, de aquellos que “nadie imaginaba” y que se descubren en la recreación a cada instante del mismo fingido y protector asombro, destinado a traducirse con facilidad ante el interlocutor “yo jamás lo habría hecho”. Y el diálogo continúa, “y se llevó tanto”, “y donde está la plata”, “y le dieron tanto”, “y quién hubiera pensado”, “y tan mosquimuerto”, “si no tenía ni la milésima parte”, “y de dónde”, “nadie lo sabe”.
‘No robarás’, contiene algo de Dios. Es Su Palabra, dicen. El otro lado, de ese mandamiento, la acusación de ladrón.
La carga de embrutecidas emociones en contra del inculpado conforma una estela imaginaria del bien. Pero, si el tumulto sorprende al ladrón, transforma las cosas. Y entonces el perdón, la conmiseración substituyen los improperios del encumbrado populacho. La captura purifica y atenúa el delito. El atrapado deja de ser objeto de seguimiento, apacigua y realiza la vendetta o vindicta pública. Un capturado tiene algo de víctima. Y entonces los logros repugnan, las cosas se invierten, se tornan adversas.
La respuesta a la frase admonitoria ‘¡quién esté libre de culpa lance la primera piedra!’, es una lluvia de piedras, una erupción de piedras, piedras desde el gobierno, piedras desde la oposición que juntas hacen la inmensa piedra de la moral del Poder. Ante tanta inocencia, un clima de mansedumbre mitiga estos deshumanizados momentos.