El rostro del señor Presidente

Igual que el mar purifica todo lo que en él se sumerge, la naturaleza recicla de manera invisible.  La política, de manera ostensible.  Así es el Presidente, un mar político.  Su gobierno inmerso en la transparente corrupción del siglo se depura con solo pronunciar su nombre.  Más aún si el súbdito recurre a que “esta es la opinión del Presidente” ipso facto aparece la excelencia que suprime el cuestionamiento.

El cortejo estatal trae a la memoria a cada instante los atributos y encantos del Presidente.  Bajo su jefatura, las fuerzas del orden no cometen desmesuras.  Si está de por medio su mirada honrada, ningún peculado es posible, menos aún si la venta de los activos de Estado es resuelta por él. Curiosamente las bondades aumentan con la aproximación al Presidente. Quien se acerca al Mandatario va adquiriendo mas y mas el don de mando hasta adueñarse de él, del mando mismo.

Los griegos usaban la máscara para que las entrañas de la sociedad se mostraran en el careta.  El alto séquito resalta las cualidades ocultas del gobierno directamente en la faz del Presidente.  Igual que en el teatro griego, en la política ecuatoriana la esencia se manifiesta en el rostro.  Una cara que puede copiarse y multiplicarse, asumirse como el semblante de todos, está en un gesto, en su risa, bondad, ira, dolor, ilusión, desesperanza y, a pesar de las palabras, en el silencio propio de las máscaras.  La virtud es callada; el vicio, locuaz.

El bien se esparce, se multiplica con las versiones de la pródiga figura.  Quienes elogian en él la personificación del bien (cada uno lo hace en su estilo), cuentan con un pedacito de bien suficiente para esfumar el mal propio.

La oposición que goza del Presidente exhibe una provechosa discrepancia respecto a la comitiva gubernamental que considera que él (el Presidente) no es medio bueno sino enteramente bueno.

Las cortes en la Edad Media europea fueron formalmente iguales, aunque diferentes por la diversa proximidad a la tragedia.  Tuvieron siempre súbditos, testaferros, lisonjeros, devotos, melifluos, desleales, intrigantes, insidiosos, conspiradores, conjurados, impostores, traidores, substitutos.  No obstante, para un rey en funciones, su corte reciente estaba repleta de nobles, fieles, feudales, honestos, insobornables, confiables, sumisos, cumplidores, doctos, lumbreras, técnicos, competentes, versados.  La élite de los regímenes republicanos heredó de esas cortes “todo” según unos, y “solo algo” en la voz optimista de la mayoría.  En cualquier caso todos coinciden en que se añadieron traficantes, hacendados, financistas, negociantes, especuladores, agiotistas, mayoristas, minoristas, monopolistas, estafadores, atracadores, bolsistas, banqueros.

Felizmente, el Presidente es la moral del gobierno, sin él sería amoral.  Es la circunstancia en que la moral es un hombre, incluso basta su nombre.  No lo crucifican, porque no se debe admitir dos cristos, pero podrían martirizarlo hasta dejarlo en condiciones para la devoción.

La imagen del Presidente reclama para sí esa canónica pasión, pero únicamente para ejercer una función de Estado.  A los que lo rodean les resulta suficiente reconocerlo en camino a la perfección para volverse moralmente idénticos.  La moral no es un disfraz, sino el velo que viste la sociedad y define su tiempo.  El Presidente es el pudor del gobierno.


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