Los medios de comunicación mundial transmitieron que personas de la secta de los davidianos provocaron un horrendo holocausto en el que murieron 86 seguidores del líder religioso David Koresh, quien a sí mismo se asumió como hijo de Dios y fue perseguido, asediado y se convirtió en antorcha que ilumina otra obra de las bellas artes del orden, esta vez del FBI.
Es imposible encontrar actividad justiciera de lo alto que no haya merecido el supremo elogio: la locura en su diversidad, el crimen perfecto, la guillotina que «humanizó» las ejecuciones, la silla eléctrica y «sus» insuperables convulsiones, el pelotón de fusilamiento cuya libertaria condena captó para siempre Goya, la decapitación pública, el altar del patíbulo, cosas materiales de la justicia, quehaceres ejercidos contra los abominables antisociales que irrespetaron la ley, la costumbre o simplemente los deseos de quienes conducen o han conducido cada una de esas circunstancias sociales. Nada más atractivo que un crimen contra el crimen. Merece páginas y páginas. La crónica roja es la variación del libreto de una de las bellas artes, variación destinada a la realización imaginaria del asesinato como uno de los placeres del vulgo y su élite. Una exitosa publicación roja, de título robado, afirma que «la verdad es pura sangre y no sangre pura», porque ha de mezclarse de intenciones, sorpresas, pasiones y sobre todo de castigo al criminal y exaltación del momento justo que lo elimina.
El arte del crimen consiste además en suprimir la inocencia, volver a todos culpables. Matar es un arte de extraordinaria creatividad. De ahí que aquel ejercicio se aprenda en el arte de la guerra, en la placentera tortura, en el excepcional grito de un hombre que entra vivo al horno del crematorio.
La agonía del delincuente se desliza en el espejo de sus quejidos, es un ballet sobre el hielo, una sinfonía no comparable ni siquiera con el canto matutino de la floresta. Los estertores de la muerte son algo así como el pathos, el brochazo final, un alegreto para eternizar el rostro o el cuerpo cadavérico del difunto, modelo de arte fotográfico.
David Koresh no tuvo la suerte de dejar su sacrificada imagen. De golpe se fue en el fuego. Se incineró. Alimentó a ese otro dios en el que no creía y que lo salvó de la justicia que lo cercaba. Se evadió sin que se dieran cuenta en el humo y las lenguas del incendio. Lo único visible para los cerebros del orden era que había enloquecido. David Koresh no entendió que las bombas lacrimógenas lo invitaban a salir con las manos arriba y prestar sus muñecas para esposarlo y demostrarle la unicidad de Cristo.
David Koresh con su transformación infinita deja toda la razón para el FBI. Los dioses no usan, habría dicho, de esa debilidad humana, la razón del poder circunstancial. Los cerebros del orden estudian las bellas artes, nunca tienen culpa, dan testimonio de una espontánea creación, libres de toda sospecha.
Es un arte moderno sin memoria de su pasado. Dicen que Nerón tampoco incendio Roma, virtud que se le atribuyó a causa de su mayor anhelo estético, confesado al fin de pocas semanas de glotonear, indigestarse, ingurgitar, beber y desgastar su libido al extremo que apenas le quedaba lo que él dijo: «un deseo, qué arda Roma». No fue él por supuesto quien incendió esa hoguera. Fueron los seguidores que confunden desde siempre los deseos con las órdenes del amo.
En fin, se trata de otro testimonio de las bellas artes que ofrece la violencia oficial, uno más.