La palabra democracia ha sido inmutable, siempre significó (y significa) el gobierno del pueblo. Lo que ha ido cambiando es la noción de pueblo.
El senado romano, esa concreción de la democracia, interpretaba las disputas de los dioses. Los senadores representaban a hombres libres, a esclavistas, al pueblo en general. Más tarde, el paraíso de la Edad Media europea encuentra en las cortes la expresión mas democrática de los Señores: sus tierras, cosas y siervos.
El Renacimiento y sus revoluciones posteriores con la progresiva noción de la igualdad de los seres humanos no modificaron el sentido de la palabra democracia, pero el pueblo creció. Se incorporaron a él todos los hombres y mujeres, siempre y cuando no pertenecieran a pueblos oprimidos. Al fin se impuso la democracia moderna, que conservó de la antigua su principio: legitimar los intereses del Poder. El Congreso ecuatoriano es hijo de esta modernidad.
En las horas actuales ha ido deteriorándose esta institución. Se han estropeado curules y apolillado archivos y se han depreciado sus antiguas formas de utilización, están marchitas las fuentes de conocimiento de los diputados, ajadas las relaciones del Congreso con el Ejecutivo y demás funciones del Estado y también las que se supone debían haber existido entre los representantes y representados; los datos que produjo el parlamento en el pasado y los que produce en el presente no pueden usarse, y si se lo intenta, se lo hace a manera de un montón de piedras, añadiendo una tras otra.
El Congreso debería pensar la reestructuración del Estado. Al concluir este siglo, los países del norte muestran estados poderosos, poseedores de vínculos reales con la economía, el desarrollo de la ciencia y la tecnología, el impulso a la educación gestora y receptora de descubrimientos; la protección de la salud pública, la organización de las urbes y sus medios de comunicación, las búsquedas de la programación para el Estado y sus funciones.
Aquí, el Congreso resulta un muro de lamentaciones o un canasto de culpas que se llena cada día sin vaciarse jamás, porque las acusaciones no ocupan espacio: apenas se ubican allí como un referente de la angustia social para esfumarse. El Congreso es válvula de escape, auspicia la catarsis, el desahogo, el derecho al pataleo y a veces divierte.
Un tribuno romano debía endiosar al emperador. En nuestras democracias, el presidente de la república concluye su función desgastado, reducido a su condición humanamente mortal, no basta no endiosarlo, es preciso degradarlo, como recurso para convocar a la plebe moderna, compuesta por los más pobres, que deben ser encantados y convocados a aplaudir cualquier comedia pía o impía. Después de todo aún se sigue pensando que las multitudes son proclives a las pasiones, y las acusaciones penales suelen ser las más atractivas en una sociedad en que la política pasa a la página roja y la crónica roja se disputa la primera plana. La oposición es superstición y sacramento y para la sucesión democrática. Ser opositor es tener fe en el dios venidero; ser gobernante o gobiernista, estar a la diestra o siniestra del dios pasajero. Para nada de esto se requiere ni una sola idea, basta la fe.
Cada 10 de agosto, a más de los representantes del pueblo, acude al Congreso el pueblo mismo; todo él entra en las barras y proclama su convicción de que esto y este momento son las dimensiones del tiempo y el espacio de la democracia.