La farsa se moderniza

La palabra que resume las intenciones del gobierno es modernización.  En sus inicios significaba muchas cosas, la polivalencia del término condujo a una pluralidad de creyentes en los destinos de la política que se instauró el 10 de agosto del 92.

Transcurridos 17 meses, el propósito inicial que convocó la adhesión electoral se ha convertido en una farsa: Nada supone una superación de la obsolescencia del Estado, cuyas funciones -muchas importantes y constructoras de la nación en el pasado- hoy por la estrechez con que enfrenta la espontaneidad y el orden internacionales no poseen, en esencia, la coherencia interior apropiada para persuadir como antaño.

La dificultad radica en la política.  Ningún cambio económico fundamental en un país subdesarrollado es posible sin la transformación del Estado, ahora reducida a la oferta de empresas estatales y al ridículo esfuerzo por vender piscinas, baños turcos y saunas de las asociaciones de empleados.  Demasiadas proclamas y pasiones para nimiedades.

Cabría preguntarle al gobierno nacional qué puede criticar de su gestión de 17 meses.  Y descubriríamos que nada.  Ni siquiera se percata de haber hecho de su gabinete una circunferencia que rodea a su único Ministerio, el de Finanzas, fuente no tanto de recursos cuanto de ideas fijas: pocas pero suficientes para embobar al gabinete entero y a todas las instituciones del Estado consagradas a la eficiencia, la productividad, la competitividad,  palabras que también encubren la obsolescencia gubernamental.

Ha habido desconocimiento de la formación intelectual y profesional de las jóvenes generaciones, y de las funciones de las fuerzas armadas en espacios consagrados por la economía a la mutación de los aparatos armados en el mundo.

Jamás se discute el papel de los medios de comunicación como potencias colectivas en la formación del espíritu social, la actitud masiva ante el descomunal avance de la ciencia y la tecnología a fines del siglo XX o la creación de un ánimo colectivo propicio para la transformación.  En su lugar, la discusión versa sobre minucias.

El gobierno, al cabo de 17 meses ya no oye.  No se escucha ni a sí mismo.  El Presidente tiene una opinión; el Vicepresidente, otra.  En fin, ellos pueden siempre ponerse de acuerdo, en la otra.  Entre los ministros, la pluralidad de opiniones no es riqueza sino ausencia de objetivos que conduzcan los pasos concretos de cada jurisdicción administrativa.  Por esta razón, los ex-ministros se convierten en censores de la carencia de objetivos comunes.  Porque los objetivos no brotaron del esfuerzo lógico de una inteligencia, sino de los consensos impuestos por el movimiento social o resueltos por las fuerzas del poder o de quienes luchan por alcanzarlo.

El proyecto de medidas de diciembre del 93 contradice todo el espíritu libre cambista y confiado en el mercado que nutrió los primeros ilusos discursos.  La práctica ya no corresponde abyectamente a esos discursos, es una confesión de que en los países subdesarrollados el cambio de funciones del Estado no alcanza el extremo de desposeerlo de todas las tareas que supuestamente corresponden al mercado.  Ni la competencia es perfecta.  Ni los mecanismos esenciales en la distribución de recursos y de tecnología se realizan al margen de decisiones estatales.

El neoliberalismo que creció fuerte y fulgurante después del 89 está afectado de mortalidad infantil.  Y esto se manifiesta de manera cruel y dolorosa en el espectáculo de impotencia y de contradictorias palabras cargadas de ficción sin nexos con la realidad que ofrece la administración.

El género de la farsa que antaño ofrecía el teatro, hoy lo pone en escena una política con el título de modernización