Cambiar la forma del Estado

La discusión respecto de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la consulta puede convertirse en pueril, además, en pretexto para un poder de facto.  No obstante, aún es solo la búsqueda de legitimidad para nociones primordialmente arcaicas que, en el mejor de los casos, tienden a consolidar el anquilosamiento estatal.

El pueblo debe ser consultado acerca de temas esenciales que tienen que ver con la transformación estratégica, viable y necesaria para la organización política de la nación:  el paso del régimen presidencialista  a uno parlamentario-presidencialista  que responda a las condiciones nacionales.

El Estado ecuatoriano se creó poco después de la Independencia y heredó instituciones de la arbitrariedad colonial que condujeron estas tierras de ultramar. Heredó relaciones que adaptaron la dominación y las mas espeluznantes diferenciaciones sociales que han ido configurando el subdesarrollo. Se heredaron prejuicios ideológicos convertidos en axiomas, prejuicios culturales incorporados al idioma como lugares comunes.  Se heredaron formas y vínculos seudo-democráticos. A la aspiración ideal de independencia de las funciones del Estado, se superpusieron prácticas de chantaje permanente o de negación de dichas funciones entre sí.  Hoy, la mayor eficiencia y la mas vergonzosa en las relaciones de las instituciones estatales se muestran en un mecanismo de aprobación de leyes por el cual un proyecto que envía el Ejecutivo se aprueba por el silencio del Congreso.  Silencio que es unanimidad, pero sobre todo manifestación de la pérdida de voz de una institución que se supone debe existir en la palabra.

En el Ecuador es imprescindible discutir la creación de un estado parlamentario-presidencialista, representativo de los intereses que integran la nación. Un Estado capaz de reconocer en sus funciones algo distinto a las virtudes del aislamiento y la ruptura, como si estas fueran características de la independencia. Un Estado cuyas funciones existan, no por negación de las otras, sino por la afirmación del conjunto.  La nación necesita de un Estado con mayor autoridad, que no nace de la dictadura ni de las presunciones de la  decadencia política del siglo XX.

Al estrecho régimen presidencialista ecuatoriano no es posible incorporar la representación de la pluralidad que integra la nación.

La conducción del Estado en un régimen parlamentario-presidencialista sería expresión de un caudal que elevaría la potencialidad del consenso que reclama toda transformación profunda y la democratización de la vida social que, a partir de una fértil gama de voces, haría posible un sistema de partidos que no sufriera degradación.  Sería posible organizar desde tal autoridad la nueva administración política del territorio ecuatoriano que superaría las deformaciones que la actual regionalización contribuye a desatar.

Discutir los procedimientos y la legitimidad regidoras de dicha forma de Estado es mucho mas fecundo que saber si las cámaras del Congreso deben ser una o dos; si el presidente del Congreso debe durar de uno o dos años; si el número de partidos representados en el Congreso deben ser cuatro o diez; si la reelección del líder debe producirse una o cinco veces, calificaciones cuantitativas que no fundamentan modificación válida alguna.

El Ecuador de marzo del 94 va juntando una serie de desequilibrios, de problemas sin solución, de conflictos jurídicos y desórdenes sociales carentes de autoridad.  Y todo esto se amontona sobre una creciente miseria social.

Vayamos a un plebiscito que transforme algo mas que las elecciones del 94.   Vayamos a una consulta en un tiempo apropiado para la consulta y no a una distracción en el tiempo de elección de representantes.


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