Democracia, telecracia

Un lugar común asevera que los pueblos tienen el gobierno que se merecen.  No obstante, cabría la tesis contraria: los gobiernos crean la impostura  popular que los avala.  Y quizás en esta afirmación radica la esencia de la telecracia, nueva forma de la democracia.

Los electores son convertidos en esa masa denominada electorado que carece de interés, dinámica, objetivos, impulsos y ánimo propios.  Esta masa reaparece de tiempo en tiempo para figurar al pueblo y en su nombre legitimar mandatarios.

Los supuestos intereses  del electorado son los del poder.  Rara, rarísima vez, cabe un pronunciamiento suyo, contrario a la legitimidad  y licitud  de la dominación.  Basta en estos días recordar la indignación del arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera, quien exclamaba: «Cómo se puede votar pensando en el futuro del país si se pasa por alto quiénes son los asesinos de monseñor Arnulfo Romero y quién organizó el complot contra su vida y dio la orden de matarlo».  Sin embargo, la mayoría del electorado sufragó así.

Y es que la relación entre democracia y pronunciamientos electorales, entre el sueño de los pueblos y la mediación con sus mandatarios ha sido substituida por una semejanza de pueblo: el electorado que se forja como rebaño del color que conviene a cada situación.

Al pueblo no se lo puede medir; al electorado, con precisión.  La telecracia calcula la muchedumbre imprescindible de almas muertas.  El electorado no es el magma social, esa lava que define los perfiles de la montaña.  Está forjado de piedras inconexas, sin memoria que fosiliza la democracia electoral del presente.

En México basta preguntar a Televisa quién es el próximo presidente para saber que el PRI le presta su nombre, su casillero electoral y su voz para elegirlo.

En el Ecuador, durante el siglo XX, el voto era entregado a favor de  terratenientes, banqueros y exportadores.  Triunfaban sus dos clásicos partidos, el liberal y el conservador o la versión de su conjunción que fue el velasquismo de las altas cumbres. Después de 1972-78, con la formación de un sector financiero que subordinó a terratenientes y a exportadores, el electorado vota por la continuidad del aparato especulativo.

No se requieren encuestas para saber quién va a ganar: basta contar los spots televisivos.  Ante la ganancia todo argumento sobra, puesto que ella sola es el argumento: igual que en la guerra, la razón es la de los vencedores.

La telecracia que se ha iniciado es el balcón en cada pueblo, que alguna vez pidió Velasco, metáfora de éxitos y derrotas de una seudo democracia.  En cualquier caso, la apariencia ocultó siempre a los verdaderos triunfadores.  Ese balcón es hoy la televisión, sin la metáfora velasquista, con una tarea terrible: forjar las mensurables almas muertas, multiplicarlas hasta hacerlas número inmenso, ponerles el letrero de pueblo, y ordenarlas en una especie de concha acústica donde el eco de la voz del poder provenga del pueblo,  de ese pueblo. ¡Impostura perfecta!

El electorado yace, nos dice la tv.  No se interesa por nada, afirma.  No cree en la política ni en los políticos.  Todo es excrescencia, asegura.  La corrupción es infernal y recorre al Estado, repite la tv.  De pronto, el que yace se yergue para decir: voto por…  Y ahí vota por los nombres que la telecracia inscribió en su alma muerta, de cuyos intersticios salen victoriosos los mandatarios a mandar como los anteriores, a proteger como protegían los anteriores, a olvidar lo que olvidaban los anteriores y a sufrir por lo que sufrían los anteriores.   Todo se renueva.  Más tarde el electorado será vacunado contra el mal que en su momento la telecracia reconozca.