En momentos patéticos de la democracia romana cupieron imaginariamente en las curules de los magistrados caballos en calidad de legisladores. Calígula designó senador a su hermoso corcel, urdiendo así, en su extrema libertad, el símbolo que nos legó.
Los que descreen del parlamento contemporáneo podrían pensar que aún existen semejantes especimenes en el Congreso. Pero todos los habitantes de esta tierra podemos asegurar que nunca hemos visto un caballo en las sesiones legislativas, digan lo que digan. El único caballo que pisó el Congreso fue el que el diputado Manuel Araujo Hidalgo llevó a ese recinto como cuerpo de un delito, no como legislador.
Cuando se derrumbó el imperio romano, surgieron cenáculos en los cuales se organizaron expresiones luminosas del derecho y de la juricidad de las instituciones, desde las personales hasta las mercantiles y políticas, que comenzaban a intuirse en la legislación. Los romanos normaron los conflictos el intercambio, la propiedad y sus vicisitudes, las ecuaciones mercantiles, la simple voz y el dinero, el dinero y la vida de las cuasi personas y los cuasi contratos que en el progreso imponía la práctica.
La democracia representativa tuvo su origen en la Revolución Francesa de 1789. Entonces se proclamó el derecho de los pueblos al sufragio universal, que significaba delegar en sus mandatarios el poder de representarlos.
Se constituyó la Asamblea, primer nombre histórico de las formas parlamentarias contemporáneas, que mas tarde fueron Cámaras Legislativas (varias), Anfictionía, Folkething, Duma, Reichstag, Bundestag, Soviets y decenas de denominaciones mas. A esos espacios acudían los representantes de la región, de los artesanos, industriales, comerciantes, estudiantes, trabajadores, vencidos aristócratas, buscadores de fortunas, hacedores del mal (que a veces tanto bien hacen), o hacedores del bien (que a veces hacen tanto mal).
El parlamento de hoy se parece mas al senado romano que a la Asamblea francesa. En él no había un solo esclavo del imperio, todos eran hombres libérrimos. Nadie resolvía sobre el destino de los de abajo, de quienes solo se ha ocupado la espontaneidad de la historia; acá, tampoco: nadie está mas abajo que los representantes del pueblo.
Parecería que todo pudiera condensarse en la evolución de la modernidad, ideal humano que se forja desde las raíces y el ánimo de aquellos que no aparecen en la historia.
Aquella Asamblea Nacional, en la que dijeron sus mayores libretos los actores de la inacabable pieza que fue la Revolución Francesa, nos enseñó que un Congreso trasciende cuando una razón muere y protege a otra que nace, cuando es causa que dota de espíritu al movimiento social que emerge. Para eso es necesario un Congreso en esta hora.
¿Es elegible ese Congreso o lo hace la espontaneidad?
Otra vez se elegirá a los inmunes legisladores, satisfechos integrantes de la institución culpable, cortina de humo del resto del Estado, incluso de sí misma, chivo expiatorio de los pecados de la democracia, pieza de museo de un régimen presidencialista.
Nunca mas, una función del Estado será por sí sola la que represente la totalidad social. También por esto es imprescindible organizar un régimen parlamentario-presidencial, pues la superación de las institucionalizadas formas teatrales del ser gobierno y congreso-oposición permitirá una dirección consensual de las funciones del Estado.
Por ahora se reelegirá el pasado.