Valorar la práctica en victorias y derrotas es una de las potencialidades del espíritu. Encarnan algo de Dios y de su humana tentativa. Son símbolos de extraña grandeza, idénticos entre sí. No suprimen el juego del ánimo, lo recrean, pues las derrotas son las dimensiones de las victorias, éxitos fugaces de un cazador de sueños de todas las edades. Se cultivan en los espacios finitos del tiempo humano.
La historia y la evolución de la naturaleza no siempre saben si al formarse una montaña la derrota es del abismo y el triunfo, del monte; si en la transformación de los saurios en lagartijas e iguanas está la evolución o el principio del fin.
La victoria y la derrota son sucesos que se pronuncian en singular. No obstante, en la realidad pertenecen a una pluralidad indescifrable destinada al olvido, rara vez a la memoria que decanta y redescubre valores en las entrañas del presente y que denomina derrotas y victorias reales, imaginarias, individuales, colectivas, históricas, coyunturales, transitorias, memorables, trascendentes, intrascendentes, pírricas, verdaderas, falsas, superficiales, hondas, visibles, invisibles, ocultas, espectaculares. Y podríamos añadir cualquier adjetivo mas: cruenta, incruenta, guerrera, pacífica, moral, divina, infernal, la victoria tuya, la de él, la de nosotros, la de ellos, la derrota de todos, la de ninguno.
La victoria en singular, casi imperceptible, compete a ese constante paso que el hombre da identificándose, subordinándose, asumiéndose, admitiéndose expresión de la naturaleza. No organiza festejos ni conmemoraciones. Va y brota en esa energía mágica del trabajo como una conquista más de la ciencia, de la humanización de lo que el hombre toca.
La derrota es idéntica a la victoria y a veces también es plural. En singular significa el mantenimiento del jardín o del pantano, de la inmovilidad o la repetición eterna de lo mismo.
En el transcurso de los últimos milenios, el movimiento humano se ha vestido de derrotas y victorias. En la historia, los que gastan el ropaje de lo uno o lo otro pueden fascinar a los demás con la certeza propia y la convicción ajena de quién es la victoria, de quién es la derrota. Por lo menos durante cierto tiempo.
En la política -cuando ésta es todavía expresión de la epidermis del espíritu o de su ausencia- resulta difícil, por poco imposible saber quién gana, o quién pierde.
¿Mientras tanto, qué auguran estas victorias? ¿Qué auguran estas derrotas?
Un fervor involuntario de las masas, obtenido mediante los prodigios de la magia electoral impone prosternarse ante las imágenes y leyendas. Aun el tiempo de estos nombres y rostros es el mañana, la nada.
Cualquier triunfo individual que no signifique la victoria colectiva o cualquier avance colectivo que no se refleje en un positivo sentimiento individual, constituyen la derrota.
Concluye una periódica batalla. Ha triunfado el amor al prójimo. El prójimo está en la pantalla repleto de esplendor.
La victoria y la derrota manan de este amor.
Se desvanece el humo que embarga al yo de todos y de cada uno y se desparrama esa criatura dispuesta a ser con-vencida otra vez, el electorado.