La idea de reconciliar la moral con la política es un anhelo antiguo. Si la política expresa siempre algún interés, su reconocimiento fluye de la condición moral que lo realiza.
Una política al margen de la moral termina siendo factor de quebrantamiento social. Los intereses que se encumbran sin moral atentan lesivamente contra los demás. También, pretender una política que provenga solo de la moral y que no exponga interés alguno podría ser camuflaje de la inmoralidad.
En Ecuador un aspecto de la política -reflejo de procesos internacionales- emerge de las angustias-anticorrupción que la información colectiva siembra en inocentes ánimas palaciegas.
Se cree, por ejemplo, que la ideología de la anticorrupción debe ser el aliento y el combustible de la comunicación, lo cual se ha convertido en espacio de ejecución de una forma inferior de la actividad política. Libre de toda sospecha, se beneficia de los mejores auspicios, pues sacar a la luz espíritus del mal es rentable.
Pretender que la política retoñe de una postura exclusivamente anti sin reconocer intereses definidos, es ocultar inconfesables afanes.
Ninguna política trasciende solo desde propósitos anti. Ningún anti es de por sí mas trascedente que un pro. Ningún quehacer antidelincuencial es mas poderoso que una política pro relaciones éticas y justas. Ninguna política antidrogas es mas poderosa que una política de utilización consciente, científica, positiva y técnica de aquellas substancias. Ninguna política antifascista es mas fuerte que una política pro-democrática. Ninguna política anticolonial es de por sí mayor que una política pro-independentista.
Aunque en muchos casos ambas propuestas, anti y pro, se funden y asumen la fortaleza que une el deseo con la viabilidad, cuando se rompen entonces el anti de por sí no genera una política con mañana.
Hacer de la anticorrupción una política termina haciendo de la persecución una política; de la sospecha, una forma de inculpación irrevocable.
La culpa se convierte en el contenido de la ideología que va disminuyendo cotidianamente al pueblo.
Es el síntoma de la impotencia del Estado, impotencia además para intentar una alternativa.
Con esa práctica, la oficialidad gobernante y opositora abraza la persecución de su propia sombra. El Estado y sus agentes substituyen la política por la criminología. Y esta asume el rango supersticioso de ideología de Estado. Peligroso fenómeno, y divertido al mismo tiempo al parecer, uno de los constitutivos ideológicos de la transición y la decadencia del Estado ecuatoriano.
La arena de este circo no reclama graderíos. Los experimentos acusatorios tienen gran sintonía. La plebe y la corte concurren sentadas en cualquier rincón del país a la contienda de los gladiadores modernos. Triunfará el que mas crímenes descubra en el otro. Todos tienen el atributo del Emperador. Señalarán con el pulgar la tierra.
Y sin embargo, en este inmenso pantanal anida una nueva condición humana. Se gesta en millones de hombres, quizá también en la imaginación de los que están sentados, aquella condición a la que todos los himnos del mundo cantan, condición parecida al instinto de su naturaleza. Aún es el silencio.
Sin embargo.