Condición para los cambios es saltar hacia una cultura de la transformación en la que se involucren todos los sectores sociales, sus intereses y los hacedores de la opinión pública.
La modernización presupone organizar eficiente y técnicamente un variado cauce para los ritmos económicos diversos del Ecuador. Esto implica la generación de relaciones políticas orientadas a la renovación.
El tiempo de confrontación política durante los últimos quince años ha sido y es tiempo muerto. No condujo a la superación de ningún problema. El espectáculo de la denuncia de cada punto del espectro político, las disputas inertes y la emulación en imputaciones delictivas o diabólicas ocupó un tiempo riquísimo, inquisitorial e inútil. Quedó un tiempo mínimo para lo demás.
Y, sin embargo, no basta plantear el deseo o exigir que se asuma una aislada postura ética para dejar atrás esta inercia. La moral sin política es un mar de lágrimas o de quejas conservadoras y la política sin moral es el soporte de la sociedad de Alí Babá, Al Capone o Tartufo.
Todo impone definir con mayor precisión la naturaleza moral, económica y política de los cambios del mundo y la situación nacional.
El discurso oficial evidencia el deseo de aproximarse a la realidad; sus palabras avanzan respecto del discurso de la era velasquista cuyo énfasis frecuentemente substituía todo argumento.
No obstante, el método que organiza el discurso gubernamental está ligado exclusivamente a la moda: la disputa entre dirigismo estatal y democracia liberal. En nombre de esto, se reduce el quehacer del Estado exclusivamente al espacio de esa diferencia y se desconoce los antagonismos que se arrastran desde una existencia tribal hasta formas monopólicas de la economía.
El discurso dominante posee una percepción extensiva, superficial de lo que sucede en el mundo, caracteriza y mutila la situación nacional por la barrera ideológica que teje con cada palabra, material que usa para encerrarse en el espacio del mercado en cuyos confines agoniza su comprensión de todas las cosas. Desconoce el tránsito hacia el poder financiero que de manera casi espontánea se expresa en los frescos asocios bancarios, en el derrumbe de tratantes menores de dinero, mientras algunos políticos de poder y la opinión publicada de notables personalidades de todas las tonalidades están dedicadas a la caza de pecadores y a lanzar en público y en privado la primera, la segunda y la tercera piedra. Así se amontonan muchos siglos de economía, ideología y moral como si fueran recién nacidos, apariencia de la senectud del antiguo poder y de las frustradas ficciones que se niegan a morir.
El retiro de Marcel Laniado, por ejemplo, es síntoma de un conflicto de irresoluciones de la estructura estatal para llevar adelante la modernización, para la cual no basta la búsqueda de un gran técnico. Marcel Laniado se fue, pero no será otro Marcel Laniado el que resuelva la modernización sino un Estado representativo que redefina funciones que enfrente la situación nacional y parta de la desigualdad de desarrollo de todos los procesos sociales constituyentes del país.
El culto al apoliticismo, a la crónica roja de la política, la concentrada atención que merece el crimen, la quema de pecadores, la devoción por los forcejeos y pleitos de siempre ha distraído y convertido al pueblo en espectador hipnotizado.
No hay riqueza mayor en un pueblo que la capacidad política para dinamizar su práctica como proceso de superación y progreso. Un tránsito de la confrontación cotidiana hacia una cultura de la transformación elevará el espíritu nacional.
En estos días ha resucitado la moral de los conquistados, humillados, colonizados y ofendidos -500 años apenas interrumpidos y olvidados durante breves guerras y revoluciones fugaces-. Es el doloroso circo de la obsolescencia o el laberinto de la parodia de modernización.