El boxeo

De los deportes, diversiones y entretenimientos violentos el que mayor respaldo ostenta es el boxeo, heredero de gladiadores y pugilatos que entretuvieron a ejércitos y muchedumbres.

Ese resumen -y quizás símbolo- de las formas de control a través de la representación de la violencia y los sacrificios sale de lo más hondo del ser humano y también de lo superficial de su disposición a permanecer en los espacios de encantamiento colectivo donde conoció el delirio de la plebe.

Antes, en los tiempos de Aníbal, existía placer en la disputa de especies.  La jaula  fue la antesala de la arena y ésta del ring.  En la jaula se sometió a prueba de sobrevivencia al león, el tigre, las serpientes, el elefante, buitres y otras aves de rapiña, zorros, hienas, lobos, gatos monteses y, además, escuálidos esclavos.  Esos combates duraban muchos días y noches.  Alguna vez -al igual que en otras- al final de la batalla el único animal que quedó vivo fue la esclavo.  El general cartaginés le preguntó cómo lo hizo.  El esclavo atemorizado dijo: No peleando.  Había contemplado los ataques y las encarnizadas peleas, inapelables defensas del instinto fuente protectora de la vida.  Solo el esclavo, el único que podía pronunciar la inútil palabra ‘paz’ en su tiempo, pudo incorporar en su memoria la violencia de los otros y dejar que la propia fluyera en su prodigiosa expectación hasta quedar extenuado como si hubiese destruido a cada uno de los contendientes.

Después, la violencia cambió de piel: un gladiador versus un león, resultaba mas entretenido que el torneo de fieras enjauladas.  Con los años, el pugilato entre gladiadores ocupó el lugar de mayor devoción.  De allí creció hasta convertirse en virtud inventando reglas y elevando exigencias.  A cada tiempo le correspondió modificar la composición de atributos de ese duro deporte para su benéfica realización.

Los Coliseos actuales, el Rumiñahui de Quito, el Voltaire Paladines de Guayaquil, el Madison Square Garden, el Cirque de París, el Odeón de Londres, los cosos adecuados para el boxeo substituyeron a la jaula de antaño y las arenas romanas.  No son reconocibles las maderas del jaulón ni los ladrillos del circo que mantienen de común con los coliseos de ahora que distraen, distensionan, aplacan espíritus.

La pelea entre Mercado y Hopkins mostró las paralelas sobre las que se monta, rueda y hace su fatalidad esta fiesta.  Se diría que Don King y Mohamed Alí son ejemplares de la doblez de ese destino.

En las paralelas va Don King, la ruleta especulativa, casi empresarial, casi sacramental, casi moral al borde del abismo.  Y el otro, Mohamed Alí, la degradación física de gladiadores, la agonía de las facultades que hechizaron a las masas: la impotencia para levantar el músculo con el que azotaron al adversario, la pasividad de su andar, la reducción de sus sentidos, el cuerpo convertido en desperdicio de combates que taquillaron tanto, que aclamaron tanto, que descargaron tantas peligrosas energías.

La justicia que debuta en el boxeo es la del ojo por ojo, diente por diente, golpe por golpe.  Las capacidades máximas de los boxeadores serán del uno ser un yunque y el otro, un molino de viento que golpea.  El desenfreno del instinto bestial.

La rentabilidad mayor de esta violencia no es solo la que obtienen sus empresarios, sino la apacible conducta de los espectadores cuando se van.  Por ese ir pacífico de las muchedumbres se mantiene con tanta vigencia la violencia como espectáculo.

Cuando los héroes pasan, las ovaciones proclaman que bien vale otro Mohamed Alí y otro mas y otro…

Pero entonces aquellas masas del boxeo también van quedando atrás.


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