Agotamiento de la compasión

Participamos de un tiempo que ha agotado la compasión, recurso de un agónico humanismo que quedó atrás.  No hace mucho, el norte desarrollado se enternecía ante las tragedias que provocaban los desastres naturales y sociales -Biafra, Somalia, Ruanda-, motivaciones últimas de aquella conmiseración moribunda.  Las teletonas acumulaban sumas equivalentes al premio de las loterías nacionales.  Se prometían vituallas, alimentos, medicinas…  Pero después de tanto altruismo, nada. 

Aquella solidaridad evidenció el límite de su propia posibilidad.  Los donativos no se revirtieron en capacidad productiva.  La misericordia que se publicitó desde países ricos hacia los pobres no funcionó frente a los procesos de la población excedente.  No existe continente para que la «largueza» de los de arriba se transforme en incremento del desarrollo.

De las colectas, una pequeña parte ha alcanzado su destino, pero en cambio ha estimulado algunos renglones de la economía de los países ricos, ha afianzado un sentimiento de prosperidad y discriminación en sectores medios y ha ofrecido a grandes empresas la oportunidad de reducir el pago de impuestos.  La beneficencia jamás ha sido ni será redistribución del potencial productivo de los recursos.  Y en los países mas atrasados, se ha mezclado con lo religioso y lo electoral para constituir formas de manejo populista, prácticas de salvoconducto anónimo para las cumbres: da limosna, oye misa…

Suspirar demostrando que individualmente se puede ser fuente de consuelo, ha dejado de convocar esa ovación que antaño tanto prestigio otorgaba.  El verdadero y profundo padecimiento social, el dolor colectivo no exclama jamás para ser reconocido, sino para consolidar posturas que realicen otra comprensión y procuren el momento nuevo que anhelan.  Es ajeno a ese padecer el furor egocentrista de manifestaciones culturales, políticas o pretendidamente estéticas que yacen en lujosos sepulcros individuales.

Son menos los que recurren a las alcancías para aliviar el dolor de  enfermos irremediables, huérfanos, desocupados y pobres.

Y no se trata de que la insensibilidad o la inhumanidad haya contagiado a todas las esferas de la vida social, sino de la evidencia de lo estéril de una concepción humana que se ha consumido porque las mismas tragedias sociales han ido desgastando ese sentimiento.

El racionalismo europeo mandó premonitoriamente no abominar ni lamentarse ni reír ni temer sino comprender, tarea para los que compadecen y los compadecidos.  Cada vez es mas visible la estrechez de la caridad espectacular, de aquella que exige retribución publicitaria.

Las monedas que se devuelven a los compradores no se quedan en los cepos de bondad que están junto a cada caja de supermercado o de banco.  La sensibilidad individual que se luce por el dolor de los otros no puede sedar ni simbólicamente a los dolientes.

La sociedad comienza a reclamar menos suspiros, menos quejas y más disposición para cruzar las tinieblas, a la manera de la consigna de Van Gogh, e ir hacia la luz.  Qué nadie se ufane en el pesimismo, la impotencia, el escepticismo.  El dolor colectivo pone fin al exhibicionismo individual, a la fatuidad de la distribución de la alegría, al envanecimiento de teletón.

Los dolores colectivos forjan otra sensibilidad implacable, extraordinariamente exigente, que no admite disfraces y que dota al espíritu humano del arma insuperable de la nueva reflexión que distancia las épocas.

El verdadero dolor colectivo atraviesa las tinieblas de las que es parte la compasión que decrece.


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