La guerra subordina contradicciones individuales menores a los antagonismos mayores de la colectividad, a oposiciones en las que los propios ‘son’ y los contrarios ‘no son’. La virtud de esta simplificación, tanto en la disputa cuanto en la evolución del pensamiento, es la persuasiva presencia de las generalidades continentes de la existencia social. La cotidianidad alumbrada por la violencia advierte con los ojos desorbitados que está contenida. La concreción particular de cada cosa se sabe inmersa en la nación, en la abstracción de la Patria.
La guerra es la destrucción y -a la vez, frecuentemente- la creación de grados de desarrollo, naciones y culturas, es la supresión del razonamiento y la asignación violenta de un destino común oculto o manifiesto en el instinto de manada, arma sublime de supervivencia.
La violencia suprime toda diversidad antitética. Incinera envejecidas comprensiones y matices. Vuelve claras las cosas, las pone en blanco y negro en un mundo cuya cromática es infinita. Y de golpe, cierto todo es positivo y el otro, negativo.
Se podría pensar que esa reducción anula la vida y el pensamiento. Pero, no. El hecho real es que los subordina transitoriamente para expresar la conflagración y asumir el presente y condensar aquí y ahora el ayer y el mañana de la vida y de otro pensamiento.
Esa reducción hace previsibles el desaforado cielo de la victoria y el infierno de la derrota, redimensiona contenidos terrenales que se pierden en la telaraña de la agobiante vida diaria.
Todas las formas concretas en las cuales se organiza la humanidad fueron forjadas y perceptibles por esa reducción generada en la violencia, desde la cuasi apacible familia hasta el Estado.
Parecería que en el movimiento social existieran únicamente funciones. En cierto sentido, en la historia ha sido la de la guerra. Esa función nunca se cumple de manera arbitraria. La violencia que no involucra la totalidad de intereses que reclaman de continente común para existir no resuelve sino la destrucción. La guerra solo cumple su función social natural cuando se impone a la existencia anterior y crea otra nueva.
Descubrimos que la paz es una palabra que no sería necesario nombrarla si no existiera la guerra. Por esto, la paz a la vez que existe no existe, se parece a la democracia, a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad.
Hemos vuelto a mirar absortos a un pueblo diverso, distinto en todas partes, cuya dimensión es ajena a aquella que estábamos acostumbrados. Como si lo ordinario no perteneciera a la historia. Ese descubrimiento nutre la psiquis humana y sus motivaciones. Se exhiben instintos colectivos, los temores sociales, el valor y el miedo históricos, la previsión colectiva de la vida y la muerte.
La sensación de unidad tensiona las potencialidades de este país. Estas naciones no fueron productos culturales, sino consigna de las guerras de independencia. Culturalmente partieron la tierra, nacionalidades, lenguas y pueblos vernáculos, en nuevas naciones combatientes. Entonces también esas guerras resolvieron esas generalidades, dieron a luz bajo el nombre de naciones a estos aún mas países que naciones.
Sin embargo, contemplamos el universo nacional que nos contiene. La cotidianidad se alimenta de esa dimensión que pasa inadvertida y se detiene en otros procesos. La guerra que concreta determinaciones de la naturaleza hace estallar en nuevas razones y sinrazones la lógica de intereses antiguos y recientes. Esta violencia horada en el tiempo para contemplar ese universo -nido y sepulcro- que acuna y reproduce las totalidades en que se organiza la especie humana. La guerra permite al hombre visitar el nido entero, la tumba entera y a ratos intensos y profundos evadirse de la vida usual y corriente, de sus deseos, de ese terrible vacío de la cotidianidad.