Durante el período de esta post guerra-de-bajísima-intensidad, el sistema político ecuatoriano y sus actores no privilegiarán tendencias doctrinarias. Cierto consenso se impone para resolver problemas tales como el territorial, la integración, la participación activa del Estado en el reordenamiento jurídico internacional, en la formulación jurídico-ideológica que conduzca relaciones interestatales.
El conflicto ha evidenciado la caducidad de las obsesiones sobre la seguridad continental y la ausencia de atribuciones modernas y eficaces para soluciones interamericanas. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca es un cadáver, el demonio al que debía combatir ha muerto. Los conflictos reales tienen otra naturaleza. La OEA es una estatua de sal.
Es imperativo correlacionar la unidad y diferencia entre el Estado y sus funciones, dotar de mayor aliento nacional estratégico al Estado y, a la par, asignar a sus funciones aquellas políticas que resuelvan contradicciones internas de la sociedad, admitidas en su totalidad. La unicidad de voz de la voluntad nacional pertenece a los recursos importantes para salir del subdesarrollo.
La administración de la nación pone en juego los intereses en su relación con el mundo. Si sus afanes no se fragmentan en pequeñas trincheras partidarias, gremiales, sindicales o asociativas, aumentan las posibilidades de su realización.
El Estado debe proclamar con claridad histórica que la nación es nuestra consigna, definida en la armonía de los vínculos que estimulan el progreso. Así constituido, el aparato estatal será cauce de transformaciones, contribuirá a substituir instituciones ceremoniales por condiciones internacionales propicias para el tratamiento de problemas. Las armas siempre han tanteado la vetustez de los organismos internacionales, ahora miden la obsolescencia de la cualidad de ser países garantes, herencia medioeval que no debe continuar.
Los partidos ya no son los mismos. A las transformaciones mundiales se añaden las dimensiones nacionales que la política hoy exige. Por esto aparecen debilitados. El conflicto bélico descubrió la fragilidad electoral e ideológica de las candidaturas presidenciales. Sus discursos se volvieron prematuros y aún no los han substituido. Otras serán sus palabras, la aspiración que exhiban crecerá más, tendrán otra actitud ante el futuro inmediato.
Las evaluaciones políticas anteriores a la guerra ya no son las mismas. No lo son frente al problema territorial, a recientes sentimientos interétnicos o en relación a los engranajes partidarios; tampoco serán las mismas en sus comprensiones de los sucesos internacionales. La perspectiva de cierta base material ha cambiado y la disposición de ánimo de los movimientos políticos (aún de aquellos forzados a simular), se ha modificado.
El Ecuador no arribará al nacionalismo, pero esta certeza de supervivencia constituye factor de cohesión nacional diferente, y de reordenamiento de la disputa interna.
La guerra redefine y reubica las dimensiones del gobierno, de su oposición oficial y en alguna medida de la oposición ajena al poder.
La post guerra-no-declarada deja semillas de superación ideológica en el Ecuador, una experiencia distinta, un atisbo de la soledad en la tempestad internacional y una inocultable disposición al estoicismo.
El Estado debe ser conducido por políticos, generalizadores de los intereses de la nación. La política ha de elevarse para administrar una nación mas exigente ante el mundo y ante su propio pueblo.
Queda la necesidad de superar la base material, espiritual y organizativa que contiene y representa intereses globales de la nación y el pueblo, el imperativo de renovar funciones y estructuras del Estado.
Todo esto sucede en la piel aún impermeable de la política ecuatoriana.