Los pronósticos y exámenes de opinión sustentados en procedimientos avanzados y en niveles técnicos que suponen comprensión de la evolución, psicología y límites de los diversos grupos sociales, elevan su credibilidad y guían el sentido práctico en los asuntos públicos, la producción y el mercado. Mas, las encuestas carentes de esos valores hacen viable la manipulación de la opinión pública y la de la publicada, reiteradamente confundidas.
Entre nosotros, la incipiente tecnología de los sondeos reduce la percepción de los fenómenos sociales al dar exagerada significación a respuestas, por lo general, preconcebidas. Resulta que, según este hacer-decir, las apreciaciones circunstanciales, incluso de millares de dígitos humanos, se oponen frecuentemente al curso de la realidad y hasta a sus propios intereses.
Algunos políticos, ensimismados en los presagios, cultivan la conveniencia inmediata, suprimen toda visión estratégica y sepultan el aliento de trascendencia, componente de toda ética de transformación.
Sería saludable aumentar la participación de eficientes empresas que trabajen permeabilizados al entendimiento de la situación real que apremia a compradores, vendedores, candidatos, electores, estudiosos, inversionistas y especuladores.
Desde la información democrática, libre y multilateral es posible pensar en el desarrollo de la conciencia. Las tendenciosamente falsas reseñas sobre el sentimiento colectivo -dada la inmensa publicidad con que cuentan- agobian la razón individual y alteran su pronunciamiento.
Muchas encuestadoras obedecen más a apetitos demenciales y a anhelos de clientes ricos que a conclusiones verdaderas. Editan farsas y simulacros, mecanismos deshonestos de reconducción del estado de ánimo y de su expresión social.
Las encuestas deberían manejarse con alternativas reales. Los investigadores han de contraponer sus deducciones en espacios publicitarios con idénticas opciones. Atribuir a una empresa la supuesta capacidad de vaticinio -científicamente aún no es posible bajo el esquema actual de los análisis de opinión- es mutilar la valoración objetiva de ese intento.
El respeto al parecer y a las creencias de los ciudadanos radica en no falsear su pronunciamiento que se distorsiona más en las opciones, dimensión y sentido de las interrogantes que en la interpretación de sus respuestas.
Por ahora, los test de opinión han impuesto al mundillo político una paupérrima relación entre sí, con el Poder y con sus propias expectativas: andar midiendo cómo suben-se-estacionan-o-bajan. La ilusión y el entusiasmo de representantes y candidatos pasan por el quehacer de los inspectores de conciencia, tratando de que estos les favorezcan o consiguiendo anticipadamente «la prueba» de lo que no va a acontecer.
Un político magnetizado por los indicios de estas indagaciones logra asumirse como el más sagaz, lo sabe todo. El fetichismo aritmético le otorga talento, la comparación de un número con otro deviene en síntoma de sabiduría: conoce de porcentajes. En su imaginación se libra un combate del que sale triunfante, pues el balance de pérdidas del contrario suele ser mayor que el de las pérdidas propias y, por lo general, las columnas de sus adoradores solo crecen y crecen. Lo dicen las muestras que él posee, y que las adquirió primero.
Si los canillitas vendedores de periódicos corearan los anuncios de estos descubrimientos, al primer grito de ¡encuestas, encuestas…! los políticos autosugestionados por esa habilidad caerían en trance, igual que sucede a quienes se entregan al influjo de la mirada hipnótica de un charlatán.
Un típico ejemplo de la manipulación antedicha ofrece el espectáculo de los calculadores dirigentes embelesados en las encuestas y persuadidos por sus espejos mágicos, y por esos minadores del alma colectiva que «han demostrado» que aquí, en el Ecuador, después del conflicto bélico, no ha pasado nada…