Las unidades muertas

La década pasada terminó en medio de apasionados requerimientos por la unidad de centros, izquierdas o derechas. La convocatoria identificaba «principios sólidos» y suponía «evidentes causas». Todo resultaba fácil. Pocos casilleros eran suficientes para repletar la elucubración política y su lógica.

Los actores sociales se examinaban unos a otros en la maniquea pero eficiente descripción de izquierdistas, derechistas y centristas. A veces, hacían coincidir estos señalamientos con las clases principales de la sociedad. El lenguaje de la guerra fría facilitó aún más las cosas, todo era problema de democráticos, comunistas y anticomunistas. Los llamados a las unidades naturales -que pretendían juntar «a todos los semejantes» en los tradicionales casilleros- ahora son el eco de aquellos argumentos de ultratumba.

Hoy, esos afanes y clasificaciones aparecen desposeídos de sus constitutivos. Variados sectores (permeables a la historia) que entonces podían haber integrado las unidades invocadas, ya no poseen las mismas ideas.

No basta entregarse al lozano rumor del mundo que susurra «cambio», «reajuste», «vaivén». Es necesario buscar escapatorias del atraso, eliminar disputas ficticias, definir una actitud contemporánea y suprimir quejas axiomáticas sobre pobres y ricos.

Es tiempo de ruptura con el pasado, con ese pasado cuyas oposiciones no vitalizan diferencias reales y motrices ligadas a formas de incorporación y enfrentamiento al nuevo orden mundial desde la armonía de los diversos intereses de la nación, no desde las ficciones unitarias y réplicas del mundo de ayer.

La unión trascendente es la que realiza la discontinuidad. No lo hacen las viciosas unidades verbales que ilusoriamente suman votos y que por mucho repetirse se jactan de virtuosas, como si la actualidad pudiese ser substituida (o definida) por las valoraciones y pesadumbres del subdesarrollo político. La escisión no se da en la disputa gobierno-oposición, ni en el paso de la izquierda a la derecha, ni en el de la derecha a la izquierda -repitiendo siempre el centro- que adjetiva la fatiga de una misma historia.

Hay comprensiones recientes que van a generar otros idearios, doctrinas y teorías que exigen admisión, representación y liderato de la diversidad, no solo de clases, sino de etnias, culturas, relaciones y procesos varios que integran la nación. Este es el acuerdo necesario y posible, fenómeno-base de un renovado desplazamiento democrático.

La unidad fecunda deriva de la afirmación de la contradictoria totalidad naciente. La falsa unidad oculta cierta impotencia para mirar la germinación, se vuelve ceguera disimulada, un dogma hostil a la visión de la realidad, un camuflaje del presente.

Conformar la fuerza líder de la diversidad nacional es el reto que emerge de la ruptura. La ruptura se da entre lo que deja de ser y lo que reclama ser; entre lo que perdió continuidad y lo que pretende trascendencia; entre el macilento hacer político y económico y lo que la evolución estrena; entre la moral reducida a los espacios de ayer y la que exige crecer; entre la dimensión humana del pasado y la dimensión que el ser humano presiente para sí; entre las potencialidades de la naturaleza y el potencial destructivo del hombre; entre el individuo y los anacronismos del Estado y las organizaciones sociales; entre el azar y la necesidad; entre la oración que reclama el pan del Padre Nuestro y el milagro social de su multiplicación.

Los tiempos de unidad y ruptura son necesarios, como el día y la noche para la vida. El progreso nace de ellos, de su integridad; no, de las unidades muertas.


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