El dulce encanto de la corrupción y su crítica

La corrupción es la crítica mas poderosa y única crítica real del presente, porque la vieja política que intenta reconocer el actual orden mundial, no puede ser crítica; de su práctica lo único que critica el ordenamiento nacional es la corrupción.

La ética que impugna la corrupción intenta ingenua o maliciosamente liquidarla al requerir enjuiciamientos y sanciones ejemplarizadoras, pero no basta la reacción judicial ante la fascinante corrupción que insinúa mucho más, y que exterioriza el deterioro y la substitución de intereses, la decadencia de afinidades y convicciones que articulan todavía el movimiento social.

La corrupción viene de lejos: la inexistencia en el derecho público de la responsabilidad política, genera un tipo de impunidad presente en la manipulación de electores, en el ejercicio del mandato y en la exhibición de falsas imágenes y programas. Esta impunidad se vuelve invulnerable por los insuficientes sistemas de fiscalización y control y porque dichos sistemas se hallan reducidos a condenar lo menos trascendente de la gestión pública y no la política que la conduce ni a las autoridades superiores.

La rentable contradicción gobierno-oposición y sus encantadores noticiones recrean la mas embrujadora corrupción: cada acuerdo termina siendo un buen negocio y cada desacuerdo un mecanismo de excepcional eficacia para la polarización del electorado naïf, cautivo del cuarteto de salvadores de ocasión.

La corrupción no contiene solamente la sumatoria de extravíos de los integrantes de una comunidad, es también una profunda denuncia inconsciente del atraso de la organización social. No es suficiente revelar al culpable y darle una paliza, es menester perturbarla tentación, contrarrestar sus consecuencias y superar lo arcaico de las instituciones.

La coima critica -sin percatarse ni proclamarlo- el sistema de remuneraciones que impone formas rígidas y que carece de estímulos. Los salarios, sueldos y sus enredos no apremian la productividad, celeridad y eficacia exigidas desde las transformaciones sociales globales. El diputado que pide «obras» y «porcentajes» enfrenta el anquilosamiento de la tradicional distribución de recursos. La corrupción no se erradica con quejas (generalmente tartufas) y mandamientos. Son indispensables retribuciones y sistemas modernos de remuneración del trabajo.

Los suspiros y acusaciones por las escandalosas relaciones entre las funciones estatales y las denuncias contra sus principales figuras (intérpretes de tinieblas casi delincuenciales) no resuelven nada; tampoco resuelven nada la promoción de los transgresores que es el único nivel en que permanece la noticiosa publicidad del alboroto.

Se deben liquidar los viciosos vínculos que constituyen mayorías del gobierno, la función judicial o el Congreso, y que se convierten en objeto de sospechosas concesiones mutuas. Así, endemoniados jueces, diputados y funcionarios devienen en tramitadores de pródigos clientes para toda clase de apetitos. Unos y otros se relacionan como dependientes y parásitos del oro.

El Ecuador no puede salir adelante solo con un exorcista código anticorrupción. Necesita esencialmente una nueva organización social y política y, desde ahí, la necesidad de ubicar los intereses de la producción en la conducción hegemónica del Estado, intereses que eleven la condición material y la espiritualidad de la sociedad y sus mandatarios.

La corrupción es seductora y porque hechiza hay que enfrentarla fundamentalmente desde bases estructurales, administrativas y políticas. Las «razones», los lamentos, la moral, el cielo y el infierno pueden caer en sus redes, y no son suficientes para luchar contra ella.

Entre las circunstancias que dinamizan la política ecuatoriana, la corrupción ocupa un sitial espectacular en el reordenamiento de la actualidad. Es un motor, el estertor del pasado y el grito que anuncia la renovación.