En 1959, Camilo Ponce Enríquez dijo «(…) uno de los mayores males que ha sufrido el Ecuador ha sido el de estériles luchas entre el Ejecutivo y el Congreso. (…) la acción legislativa degenera en actos turbulentos (…) en desordenadas reuniones presididas por la demagogia [que] (…) transforman el santuario de las leyes en club de propaganda, (…) se exhiben los más negativos y lóbregos aspectos del alma humana (…)».
En 1995, Alberto Dahik denunció la relación que«(…) entre Congreso y Ejecutivo ha llevado a una permanente y creciente forma de chantaje», manifestación de la obsolescencia del Estado que impone una transformación, pero que la contra-acusación de sus adversarios ha vuelto al cauce del tratamiento inmovilista, infernal y cotidiano.
La denuncia del conflicto cuestiona la biografía del Estado, sus funciones y vínculos que se ejercen a través del toma y daca que acelera procedimientos, alcanza objetivos y engrasa los ejes de la carreta que no se quiere que suenen.
La acusatoria infidencia de Alberto Dahik señala una de las dificultades de internacionalización de las economías que también retarda tales procesos en Brasil, Bolivia, Venezuela, Panamá, México, Colombia.
Pretender frenar la corrupción con el moralismo que invoca una moral que la vida niega por estar al margen de la ética real que la historia requiere, incrementa la degradación, pone en juego prejuicios que paralizan cualquier intento de cambio. Este inmenso y multitudinario escándalo desata una morbosa neurosis colectiva: la amortiguación de los nombres, un cortejo de bienes en pecado, alucinantes decisiones inútiles, perturbados y enardecidos ánimos, en definitiva, silencios.
El infierno es la combustión de la corrupción suprema. Acusados, sentenciados y falsos inocentes alimentan ese fuego, no para la purificación, sino para la quema diabólica que eterniza la incandescencia del pecado.
Atacar el delito o las bases que lo generan supone crear protecciones para quienes denuncian, aunque hayan participado en él. Si los denunciantes prueban sus acusaciones, deben ser amnistiados. De no ser así, el contra-ataque neutraliza la intención. Una montaña de enjuiciamientos anula su significado, se activan los perseguidos-perseguidores que generalmente han pasado ya la terrible prueba de caer en la tentación que la propaganda perdona y olvida hasta llegar a convertirlos en adalides de la confianza social.
El juicio le ofrecería al Vicepresidente una tribuna para convencer de los cambios que requieren las funciones del Estado. Si no es así, será una tribuna electoral más, y ocasión para la fúnebre marcha política de sus contra acusadores.
El proceso de globalización de la economía gesta otra moral. La corrupción que impugna es la de los recursos fáciles que no se consagran a la acumulación. No se trata de la terrible crueldad de la acumulación originaria del capital. Se condena el uso no rentable de recursos súbitos, ajenos a la actividad económica, tal como el hobby del olor del estiércol en las caballerizas. Esto resulta inaceptable al Vicepresidente de la República. No, el hobby de «la aviación que penetra en la pureza del infinito» que genera renta, beneficio o interés, en una palabra, ganancia.
La denuncia se convierte en advertencia que estimula el tránsito hacia otra etapa donde la corrupción deja de ser tal, gracias al blanqueo de riquezas por la inversión adecuada y el pago de tributos.
La palabra corrupción ha alcanzado el cenit de la publicidad y con ella su práctica y alguna precisión del problema. La valoración ética de los recursos rápidos hoy no se define esencialmente por la fuente, sino por su destino: los placeres parasitarios o los placeres rentables.