Al concluir la reunión de Quito, el Grupo de Río, que no constituye en sí una organización oficial de Estados, sino apenas una brújula para cada uno de los participantes, evidenció cierta estrechez en su ideología y sus fines, y a pesar de ello significó una crítica espontánea a las relaciones interamericanas, a la OEA y a las demás instituciones continentales.
El Grupo de Río ha expuesto nociones recurrentes de los países enclaustrados en el atraso. Si comparamos este Grupo con el G-7, advertimos que sus inquietudes respecto de los problemas sociales y del desarrollo tienen una carga de moralismo mayor que de política mundial y técnica. Se abre un abismo entre la preocupación real de los desarrollados y la ocupación existencial de los subdesarrollados. La desemejanza de fines de estos grupos refleja distintos niveles y, al mismo tiempo, la falta de sentido universal en el tratamiento de las soluciones globales por parte del Grupo de Río.
Los países inmersos en la robotización de la economía y los que disfrutan de la utopía de las tecnologías vernáculas enfrentan conflictos que no se reducen a sus vínculos internos. Las dificultades de los países subdesarrollados solo pueden tratarse de manera eficiente en el curso de las relaciones con los países desarrollados.
América Latina ha de pensar y plantear la revinculación del sistema financiero internacional con el sistema mundial de producción que está en marcha y las relaciones científico-técnicas que demandan los procesos productivos de la región. El G-7 discute, por ejemplo, la distribución de la tecnología para modificar sus relaciones con el conjunto de países del mundo. América Latina algún día también será capaz de generar un diseño propio que proyecte esos requerimientos. Sus demandas de superación del viejo orden económico servirían al objetivo de actualización del funcionamiento de las instituciones Bretton Woods, del BM y el FMI.
El reordenamiento internacional, que absorbe al G-7, se impone también como objeto de reflexión para el Grupo de Río. Cualquier invento o aplicación en la producción de aquellos, tiene que ver con nuestra producción, fenómenos que paulatinamente van integrándose en un solo proceso mundial.
El Grupo de Río mostró grandes restricciones por su situación. Se exhibió acrítica y algo filisteamente ocupado en la corrupción, el narcotráfico y el narcolavado. El G-7 se ocupa menos que el Grupo de Río de esas mismas cuestiones. La corrupción la ve ligada a los costos de inversión. Mientras el Grupo de Río la sabe ropaje de las estructuras estatales de las naciones americanas. Al G-7 la lucha contra el narcotráfico sureño le apasiona, pero no tanto el narcolavado; sobre las drogas, va mas allá, abordando aspectos científicos de su uso. Paralelamente, en Latinoamérica todo esto yace bajo las miradas policial y judicial.
El Grupo de Río debe asumir el pensamiento global que supone la unidad de principios de la economía, la política, la ética y el derecho, un derecho internacional renovado. Ideas que enlacen vigorosamente el destino de los pueblos, que estimulen la aproximación a las conciencias planetarias, la creación de modernas formas de soberanía, el surgimiento de concepciones superiores sobre las diferencias de estos países, el auspicio de mayores identidades, la seguridad interna e internacional basadas en el bienestar, la igualdad de oportunidades, el decrecimiento del armamentismo y, sobre todo, el perfeccionamiento de los sistemas políticos.
La política y la moral que condicionan el progreso poseen el tamaño del planeta y no dividen la ética del desarrollo en la de los de arriba y la de los de abajo, en la de los libres y la de los esclavos.