Ser es estar acorralado
Ciorán
La religión y la política comparten el interés de conducir el espíritu humano. En esa brega se acogen a los símbolos espontáneos que genera el movimiento social.
A veces, el peso de la disputa entre el simbolismo político y el religioso se inclina del lado de la política. Por esto, los poderosos que se han erigido en dioses adoptan la forma humana que les ha sido solo prestada para que los demás se reconozcan en ellos. Circunstancialmente, esto no es así. Claudio, el tullido, el tartamudo, el tonto de la familia, el mas inconsciente de los dioses y quizás el mas consciente de los emperadores romanos, supo que su fuerza no venía ni de lo Alto ni del fondo, sino de los intereses que organizaron en un momento ese Estado.
En síntesis, el hombre-símbolo ha sido creado por la fusión de las imaginarias protecciones de los pueblos y las reales demandas del poder.
Dahik-sacrificado es un símbolo, el sustantivo de un mito que nace de una tragedia ascendente que se forjó en las entrañas del gobierno de LFC, signo de una fuerza política de gran tamaño, usufructuaria del atraso social y de las masas que él lidera.
Con Dahik se fabricó un blanco para todos los odios, cuando este reveló la ética del poder que ha representado y precisó ciertos lucrativos usos provenientes de la obsolescencia del Estado, e intentó aplicar (al margen de las condiciones sociales) su visión de la modernidad, ensayo que lo convirtió en ser imputable de toda maldad. Mas, por ese pasado ruinoso que se concentra en el poder y el Estado, por la estrechez y las redes de la propia política de modernización del vicepresidente y por los probados éxitos que obtiene la política del escándalo, la caída de Dahik adorna la galería de vociferadas ganancias que se inauguraron con las muñecas de trapo y llegan a la cumbre con los gastos reservados, símbolos placenteros para satisfacer al vulgo y factores de eventual crecimiento electoral.
Este sublime ejercicio de la venganza posee efecto hipnotizador. Si la anestesia suprime la sensibilidad, el placer del atrapamiento del mal simbólico suprime la conciencia. La cabeza de Dahik es imprescindible en un plato. El hacha que la separa del cuerpo social pertenece a todos, es el triunfo de la moral de ocasión. Pero el mango del hacha está sostenido por la mano de los «mas representativos». A ellos les pertenece esa cabeza. La ubicarán en el altar mayor, con las mandíbulas abiertas para alimentarla cotidianamente, alabarla y adularla para que su alma no busque revancha, para que no regrese del mas allá. Las muchedumbres a las que no se les escapan las oraciones y el quehacer de su fuerza conductora, practicarán la magia que enseña a adorar al enemigo muerto.
El simbolismo político se vuelve siempre un substituto de la conciencia. La representa al suprimirla, lo que solo puede realizarse bajo la satisfacción colectiva que supone la bondad que propicia el destino fatal del símbolo y que a la par oculta los intereses que lo exhiben.
Una estructura psicológica y social repleta de fetiches, residuos históricos y muebles ideológicos, constituye el espacio donde se cultiva la inconsciencia moderna, donde la fe captura el lugar de la razón-inmóvil y no para mover montañas, sino para procurar que se arrodille el fiel del mito ante el poder que lo requiere.
Por ahora, ha sido posible exorcizar al país. El aullido ancestral de la plebe lo confirma… También, el incremento de la impotencia del pueblo.
Es imposible no advertir el daño que en la Historia ha hecho sacralizar la moral de ocasión, la peor evidencia de la corrupción.
Dahik es el mito. Y está acorralado.