Corría febrero de 1956. Se llevaba a cabo el XX Congreso del PCUS. Jruschov (1894-1971) levantaba una bandera contra los «crímenes de Stalin» y ubicaba la desgracia en las nociones del poder implantado paulatinamente después de la muerte de Lenin (1870-1924).
Su discurso descalificaba paso a paso las estrechas comprensiones del «stalinismo», reductor de todas las teorías a meros justificativos de la cotidianidad de su política. Pueblos enteros sin embargo amaban y temían a la imagen de Stalin, y ese amor y temor se representaban en el partido y el Estado soviético (creado en 1921 y disuelto en 1991).
Eran años intensos y dramáticos de la guerra fría que se entibiaron transitoriamente durante la Segunda Guerra Mundial. El pensamiento angustiado ante la brutal conflagración repudiaba el sacrificio de millones de seres humanos. La época se alimentaba de las convicciones que provenían de aquella terrible confusión. En la práctica estaban proscritas las razones proclamadas.
Stalin (1879-1953) abarcó la dimensión del sueño y la tragedia, poseía imaginariamente el curso de los tiempos, el abismo insondable que concluiría en 1989. Hasta ahora es imposible precisar todo lo que la humanidad ganó a partir de ese año. Igualmente, aún resulta difícil recuperar lo que la humanidad perdió de aquella legendaria experiencia de siete décadas. Un día serán dichas sus palabras, cuando ellas se perfeccionen hasta corresponder a una comprensión superior.
Jruschov conocía hasta los rincones del Kremlin. Había intuido, observado y percibido la arbitrariedad y el terror, y tenía enfrente el retrato vivo del jefe de la policía secreta, Beria, uno de los conocidos infractores para la inaudible comunicación popular y, a la par, de los atroces lisonjeros del líder.
Jruschov mencionó la «extraña muerte de Kirov» (potencial sucesor de Stalin), invocó la memoria del fusilamiento de miembros del Estado mayor del Ejército Rojo (1938), recordó «la confesión» y autoinculpación de Bujarin… Pero sobre todo, bajo un nombre inapropiado, denunció el «culto a la personalidad».
Jruschov hablaba sin freno, desbocado. Febril y enloquecido por el vértigo de los hechos que descifraba, convencido de que ellos constituían la verdad que haría libre al socialismo, con la pasión de quien define el porvenir impugnaba la estrechez ética, la doblez política, el absurdo, la insensibilidad e incapacidad teórica para definir los años y sus modificaciones, el desajuste entre la práctica y las teorías de quienes inspiraron tan gigantesca búsqueda de la Historia. Y concluía su intervención aseverando que «ese fue Stalin» e instaba a la rectificación que modificara la memoria colectiva…
De pronto, como un rayo en cielo abierto, de la sala surgió un grito desaforado que irrumpió reprochándolo: ¿Por qué no hablaste antes!
Jruschov hubiese querido explicar que resulta imposible criticar algo que no sea pasado-presente, que la palabra inoportuna, a veces, azuza la continuidad de lo no deseado, que la palabra audible y reconductora impone condiciones para romper el silencio memorioso de un pueblo. El silencio protector del testimonio.
Pero en aquel momento, sin saber qué responder a ese grito, inquirió con la ingenuidad que la acústica social ya no poseía y que -marcada por las vivencias- percibió la pregunta como una maldición en la sala: ¿Quién fue?
Un estremecedor mutismo siguió a su requerimiento y se agazapó cual una sombra para receptar lo que supuso una tenebrosa advertencia. Nadie respiró durante un instante. Aquella indagación, ¿quién fue?, no podía encontrar un «yo» en esa sala.
Y fue cuando Jruschov descubrió que ese silencio se repite y argumenta, y entonces continuó diciendo:
¡Por eso…, por eso no hablé antes!