Aunque la consulta surge como síntoma de la evidente descomposición del Estado y la sociedad, las preguntas no aluden al problema esencial del Estado: su reducida representatividad, la ausencia de responsabilidad política, el mercadeo intraestatal de favores, la ineficacia de sus funciones.
El Estado ha perdido autoridad. Actúa a la zaga de procesos semejantes, latinoamericanos y mundiales, o simplemente los falsifica.
La tarea de cambiar el Estado brota también de exigencias internacionales. El mundo renueva sus signos ideológicos, políticos, económicos, mientras el Ecuador languidece al ritmo lento de sus actores. La diferencia en la velocidad de transformación (en tránsito hacia la economía mundial y a la presencia de nuevos sujetos históricos) tiende a rupturas violentas y genera grandes desgarramientos.
Cualesquiera sean las respuestas a las preguntas planteadas, ninguna conduciría a la superación del Estado. Algunas interrogantes son prejuicios puros. Baste aquello de que la política no debe nombrar jueces: la historia y todos los Estados conocen que los jueces se nombran desde la política. Que el Congreso nombre jueces no es malo, porque está mas cerca de la gran masa social que cualquier gremio que a menudo se encuentra mas próximo a grupos de intereses minúsculos. O la reducción de la seguridad social a la mera seguridad laboral, para que el Estado no se ocupe de una ni de otra. O la supuesta distribución territorial equitativa de recursos que olvida las grandes tareas del presupuesto general, las nociones estratégicas y los factores que permitan una tasa de crecimiento que -cuando menos- triplique la del crecimiento vegetativo en nuestro caso. O la necesaria prohibición de paralizar servicios públicos con un desenlace penal (nos preguntamos quién va a enjuiciar al gobierno por los apagones y los jugosos negocios que a su alrededor se conquistan). O la disolución constitucional del Congreso que no cabe en la forma presidencialista, disolución que invoca, sin embargo, la organización parlamentario-presidencial donde no solo cabe esa atribución sino la del Congreso de cambiar el gobierno. O esa idea chata de que el Tribunal Constitucional y el Consejo Nacional de la Judicatura han de estar integrados únicamente por abogados. O esa paupérrima noción de privilegio reducida al amparo del Código de Trabajo. Código que, por otra parte, solo ampara algunas tragedias sociales, además obsoleto ante el avecinamiento entre el trabajo intelectual y manual.
Las interrogantes debieron tender a superar la administración de la nación, encontrar el momento propicio para la discusión fecunda y dejar que crezca la disposición a la reforma. Pero el poder en el mundo subdesarrollado es impasible y mediocre. Sabe que el electorado le pertenece abrumadoramente cautivado por indigentes motivaciones. La comunicación colectiva le favorece, generalmente aclama la identidad entre la vacuidad argumental de arriba y la adhesión inconsciente de abajo: basta un énfasis de lo alto para que abajo truene o un dedo que acalle para que las pasiones se aplaquen. La gobernabilidad, en este sentido, es perfecta.
El problema más grave radica en el atraso del poder. Allí las fisuras crecen y se incuba una enorme desgracia. Desde ese paraíso en descomposición acechan terribles presagios.
Este poder carece de sentido histórico. No adecua el Estado a necesidades trascendentes, sino al simulacro de transformación que publicita profusamente usando convicciones simplonas.
Habrá que ir mas allá de la consulta, a procedimientos que permitan elevar el régimen jurídico desde el objetivo de crear una nueva forma de Estado.
Dotar de futuro y universalidad a la transformación es urgente.