La cacería medieval como ética

El origen de una ética brota de múltiples prácticas sublimadas que visten y engalanan intereses. No matar y ahorrar son mandamientos de la evolución. Otrora, matar y dilapidar constituyeron otro evangelio. Este aparece eterno en el curso de las épocas y no obstante cambia en un instante, después de cada batalla. De esos principios, los menores son los que exhiben mutaciones mas rápidas y nutren pequeñas y sin embargo, tumultuosas «argucias éticas».

A esta especie pertenece el sermoneo que auspicia riñas, refriegas y escaramuzas de un sector del poder que brilla porque declina. Su decadencia es perceptible por esos principios menores que lo amparan, desprendidos, entre otras usanzas, de la montería feudal.

La caza necesaria para la vida dejó saberes perdurables en la conducta humana. Otra fue la cacería medieval, expresión mínima de aquella y de la caballería errante. La distracción era de los señores, sus lacayos y galgos cazadores. El correrío a través del bosque -algo mas que un entretenimiento- probaba virtudes guerreras de los nobles, el sometimiento de los lacayos y registraba un simulacro bélico.

Pruebas severas se ensayaron en esas circunstancias. Algunas dependían del tamaño de la presa requerida. Jamás fue lo mismo perseguir un oso que un conejo. Por esto la caza mayor empleó recursos mayores frente a los de la caza menor. No obstante ambas usaron sabuesos y trampas.

El equipo de hombres, las razas caninas y los instrumentos han variado con los tiempos. Nunca fue igual enfrentar a un animal cuya reacción pusiese en peligro la vida que acosar un venado o un cervato.

Entonces, el rastreo, asedio y batida integraron la sorpresa y la ventaja, instantes en los cuales se ejercía la disposición cazadora y se prodigaban los golpes mortales a la presa. Todo esto precedido de la destreza y el arrojo del cazador. Templar el arco y soltar en el momento oportuno la flecha y dar en el blanco era el principio del fin.   Lo demás ya no pertenecía a los monteros de la corte, sino a los encargados del acecho final, vejación y captura del animal. La horda de plebeyos (más los perros) salía tras la fiera (una ardilla podía ser tal) herida. Persiguiéndola, incursionaban en su agonía. Los nobles regresaban sosegados a plácido paso en sus corceles olvidando la hazaña y volviendo la memoria a las elevadas tareas de palacio al que se aproximaban tras haber demostrado superioridad y templanza.

Esta práctica devino una de las fuentes de esta ética diminuta y de su postrera pericia moral.

Las cacerías han perdido relación con aquellas valentías y proezas. En un plano distinto, el poder resuelve de tiempo en tiempo la cacería de sus adversarios hasta darles alcance y herirlos mortalmente. El líder vigente los entrega, igual que antes, al resto del equipo adiestrado para luego retomar su camino hacia el palacio y entregarse a las acciones piadosas.

La diferencia, desde luego, es muy grande: en la cacería feudal, los últimos perseguidores eran visiblemente súbditos. Hoy no. Se confunden con los patrocinadores de esa prédica que suponen suya. Sin saberlo, se piensan a sí mismos galgos de esa moral o presumen de haber sido los que templaron el arma y dispararon por primera vez.

A la sombra de estos escrúpulos ya no se distinguen nobles ni plebeyos ni canes ni el poder y sus súbditos. En el espacio de esta ética, nadie advierte a quién pertenecen el arco y la flecha.


Publicado

en

,

Etiquetas: