El 10 de agosto, el presidente Interino presentó el Informe a la Nación que daba cuenta del «mandato» y el período comprendido entre su ascenso y el 10 de Agosto de 1997.
Las primeras palabras y las últimas subrayaron obsesivamente «el carácter constitucional del mandato» . Se aclaró lo benéfico de su curso en la economía, la confianza colindante con la fe, la moral (del golpe) -la anticorrupción-, la capacidad decisoria del gobierno y las obras por las cuales será conocido el interinazgo. Técnicamente, las inversiones crecen, según está declarado, las cifras de inflación y tasas de interés bajan y seguirían descendiendo.
La sala escuchó encantada la multiplicación de los éxitos y aplaudió la caída del índice de desocupación y mucho más.
El discurso auspiciado por la afición escenificó el voluntarismo palaciego rebosante de datos salvados de la bruta realidad para alcanzar altura y romper la gravedad económica y política que clama poner los pies en tierra y los sentidos en su entorno.
Se oía la inercia envanecida por incrementar la deuda, elevar tarifas, imaginar incrementos de inversión para «costos» crecientes. Desde luego, todo conforme a Derecho, dentro del código sumergido en la cabeza del poder.
La prédica pertenece a la conformidad de la élite, expone su satisfacción al dar cuenta de sus triunfos ante las aglomeraciones que derrotaron con su victoria.
La perorata reflejó el miedo del viejo poder a culminar la decadente época que dirige, condena de la que no puede escapar ni renovándose generacionalmente, pues perdió el camino de la dominación tradicional y con él las posibilidades de la autorecuperación al aprovechar el descontrol del derrocado gobierno, al azuzar el descontento de clases medias e instituciones convertidas en fundamento de un rescate costoso para su propia presencia. Y desde ese momento resquebrajó de manera irremediable su antigua jefatura.
El régimen ingresó en callejones sin salida, en un laberinto que confina a la población a gobiernos arbitrarios y controles cruentos. Y esto se agrava, porque el régimen carece de comprensión sobre la realidad que lo cuestiona y de la que lo auspicia y sostiene. No conoce su pertenencia social ni sus funciones. Y en esta obscuridad el interinazgo podría ser también conejillo de indias del matadero político nacional para bien de la continuidad de lo que él oculta.
La situación ha empeorado de mes a mes y, últimamente de semana a semana, y esto se manifiesta en la acelerada pérdida de sentido de todos los reclamos relativos a febrero y cierto conflictivo quehacer de las funciones estatales. Van perdiendo sentido histórico la Asamblea Nacional; toda discusión de ideas en el escenario de la política y la economía; la renovación de la Corte Suprema de Justicia (la política judicializada no puede renunciar a ella); la reestructuración del poder económico y el Estado, a causa de la poderosa inercia, porque la reforma -«permitida»- está recluida en la tramitación de cambios que reproducen la misma existencia.
Existencialista como es, el poder disfruta su insuperable miedo a lo nuevo y protege su responsabilidad por el atraso al que se ha conducido a este país. No sabe que la historia (que también se hace hoy para mañana) habrá de juzgarlo y no las Cortes y los jueces, que tan prolijamente escoge para bien de su permanente inocencia, con lo cual sus hombres no son culpables de nada y están libres de toda sospecha. Esta es su convicción y realidad actual.
El pregón se pronunció ante espectadores mayoritariamente satisfechos. Fue noche democrática, la de esa memorable fecha: el Ejecutivo, el Congreso y las «masas» a través de figuras en las barras altas y bajas hicieron las veces de cuerpo coral. Estas «muchedumbres» acompasaron sonoramente el monólogo. La locución del orador se hacía añadiendo palabras al montículo, podríamos decir, de arena por aquello de hablar en el desierto. Los asistentes casi en su totalidad fueron ubicados allí para ambientar el drama y tamaño de los acontecimientos.
Sus palabras evidenciaban enorme desgaste a causa del enredo embaucador y enfatizaban lugares comunes, estadísticas imprecisas, porcentajes descuidados, argucias conocidas, conceptos vaciados y tretas pronunciadas con la certeza de que iban todas al olvido. Y tenía razón.
El interinazgo se definió a sí mismo como una anécdota de la fatalidad sin otro destino que la amnesia profunda de la población que cuenta los días hasta el 2000, en una especie de juego supersticioso para pasar el tiempo.
En la noche de ese 10 de agosto, después del ocaso, corría un viento circular alrededor del Palacio imitando el vicio parlamentario. El torbellino giraba cual tornado en miniatura y levantaba basura y polvo. La bruma ocultó con ellos el horizonte. La imposibilidad de fijar las miradas más allá las volteó al suelo. Después, todo caería dispersándose pausadamente en la calles, afirmando que es tiempo de la corriente del Niño, en cuya inicial presencia el verano levanta tierra seca y desperdicios para barrerlos con el invierno y sus tormentas de agua.
Más tarde, fue el sosiego. En las calles, cubiertas por la penumbra ambulan algunos trashumantes sin reclamos, encerrados en la ciudad sin puertas.
La capital calla, el Palacio también, en el salón de sesiones queda grabada la última ovación al primer informe febrerista. Esa causa ha triunfado otra vez.