Lo dicho por el general René Yandún ha armado en las altas esferas un efímero alboroto con cierto matiz medieval. La verdad en tiempos de «democracia» no debe ser real sino legal.
Y no hay mayor agresión a una apariencia de legalidad que la verdad. No obstante, cualquier prejuicio político es por desgracia -transitoriamente- mas fuerte que la verdad. Allí radica la base de la seudo legalidad que el gobierno y el Congreso actuales intentan ocultar. Y no es legal que un militar hable lo que piensa. Por esto se ha invocado la memoria de lo que en otras épocas le hubiese sucedido al infractor: degradación, fusilamiento en la plaza mayor, exposición de su cabeza al ingreso de la ciudad, esparcimiento de sus miembros.
Las Fuerzas Armadas se informan (también) de igual manera que el pueblo, fuera de las tribunas menores y de la gran comunicación, en conversaciones de sobremesa, diálogos de corredor, en la intimidad, en el campo y la calle, confesiones de lo que multitudes oyen y ven. Poseen ese saber general que constituye fortalezas y debilidades, insuficiente para orientar por sí mismo su marcha, pero tierra fértil para ser cultivada por el poder que declina o bien por el que emerge.
Yandún ha hablado algo que la mayoría piensa. Ha afirmado lo que todo el mundo afirma, ha reconocido algo que los más reconocen. Lo único que le faltó decir es que esas palabras habitaban el fuero interno de cada uno de sus compañeros, aunque por la institucionalidad ninguno de ellos lo proclame.
Yandún se convirtió durante un sostenido instante en el vocero de una verdad de la que «debe retractarse». Acción que no basta para borrar las huellas en los tímpanos que la escucharon o suprimir la sensación de quienes la presienten. Y menos aún matar la conciencia que traspasa la epidermis de la sociedad. Sin embargo, el silencio impuesto a Yandún contagia el temor a la realidad en boca de militares.
Fue en meses pasados, cuando el general José Grijalva, Comandante de la Séptima Brigada de Infantería de Loja, declaró que las Fuerzas Armadas habían quitado el apoyo a Abdalá Bucaram, entonces Presidente. La declaración favoreció el golpe que el Congreso urdió en condiciones ventajosas a la medida de su «heroismo». El General fue reconocido y desapareció el riesgo de una condena, porque la voluntad colectiva -en esos momentos se identificaba con el poder y era conducida por él- y la opinión publicada, la de esa colectividad, disponían de la seducción, control y unidad de objetivo que clamaba por esa declaración. Y así fue.
Esta vez son otras las circunstancias. En febrero era fácil, porque el gobierno generó descontento en las capas medias, no pudo representar el poder ni a sectores sociales con los cuales se administra. En cambio, este gobierno febrerista representa el poder y posee toda la indumentaria e instrumentos con los que se lo sostiene. El viejo poder entorpecido y resquebrajado mantiene a Alarcón, pues con él reasumió el mando el 6 de febrero y el control total del Estado y también del movimiento social. Por esto, y por atentar contra esto, Yandún podría irse. Y una forma de ausencia, será su silencio.
Las contradicciones que se le escapan pertenecen a lo que no puede superar con ese control: la declinación de la economía; ese caer continuo de la organización; el creciente descontento que no apela y se refugia en la aceptación de la tragedia; la mansedumbre, la rendición, la renuncia a lo que presiente insuperable en lo inmediato.
Por eso es que a la verdad aunque sea real, si no es «legal», se la puede oficialmente declarar fuera de lugar, consecuencia del exabrupto individual, «de la ruptura del reglamento y la ley». Una certeza ilegal de las tantas que no tienen por qué convertirse en fuerza material, porque aquí solo existe lo que el anciano poder desea. Y él sabe «poner» masas eufóricas o devotas a sus verdades legales, como lo hizo en 1963 para derrocar a Carlos Julio Arosemena, uno de los políticos más lúcidos y hacedores de la nación ecuatoriana en este siglo.
Yandún ha dicho lo que no está en la ley, y políticamente ha sido impreciso. Quien tiene que calificar su verdad es el poder y le ha dicho «no», sin justificación ni argumento, porque el poder no argumenta, le basta el énfasis. La fuerza es su razón, hecha de ideas de un tiempo muerto en una sociedad decadente que no reacciona por sí misma, ella está sobre las armas y las conduce.
El Ecuador entero se angustia por la destrucción de iniciativas de sus colectividades, por esta monstruosa democracia saturniana tramada en un pluralismo impostor donde con ojos enloquecidos, brazos endebles, piernas inmóviles y deformes y una boca harta y perversa devora a sus hijos.
Sin embargo, el viejo espíritu se eclipsa y algo nuevo surge. Inclusive esa verdad puesta en disponibilidad lo anuncia.