Los humaneros

La sociedad incorpora una extraña división. Una creciente e incomensurable muchedumbre humana que perdura de espaldas a su destino como el ganado. Y los otros, los humaneros.

De la infinidad de oficios y quehaceres de la naturaleza -carroñeros, gastiferos, cocineros-, los menos visibles son estos, los humaneros. Asumen el cuidado de la salud, tranquilidad, trabajo y crecimiento vital, moral y estético de los simplemente humanos que, a veces, al percatarse de su futuro escapan por insondables derroteros, los estercoleros, la insalubridad, desocupación. Lo hacen al huir de los humaneros, armados de la ancestral ventaja de la naturaleza: el olor que espanta a sus depredadores.

Los humaneros tienen relación con seres abismales, a quienes ninguna luz llega. Allá en el fondo, el instinto recupera los sentidos perdidos. El olfato no se embota con perfumes ni cosméticos para deshacer malos humores; reinan el olor del escabullido, el humus del ánimo, las huellas de las secreciones que no atraen, despistan, alejan.

Entre los humanos sucede lo que en las relaciones con otras especies. Por analogía, la gallina picotea, empolla, le cede un sitio al gallo para levantar maíces, gusanos, insectos y ambula en el corral inmersa en sí misma. Al sitio le ofrece su nombre y su absoluto no-saber para quién existe. Un día, su protector, o quien la tenga, la convertirá en su alimento. O un bosque derrumbado por carpinteros terminará siendo espacio vacío, como son los parajes visitados por rapiñadores cuando levantan la última hilacha de carroña. Igualmente, la exterioridad del humanero equivale a la de esos quehaceres.

Hay especies dispuestas a protegerse contaminando. La repugnante exhalación se transfigura en abrigo. Los humanos, para no perder el alma atufan a sus victimarios y abandonan el cuerpo a que deambule husmeando por el mundo. Las gentes de los bajos fondos reproducen esta defensa propia de la naturaleza. Los hombres y mujeres del sumidero difícilmente atraen.

El lenguaje de los humaneros sobre aromas, fragancias o hedores discrimina y precisa la fetidez de las exhalaciones: calzoncillos de indio, sobaquina de mendigos (mecánicos, mineros) sudores negros. Estas frases segregacionistas pertenecen a la inconciencia del humanero que cultiva lo humano como sustento y que enfrenta el instinto manifiesto en la pestilencia, amparo sagrado para ahuyentarlos. De esta manera, la sociedad parte sus esencias entre los que huelen bien y los que apestan.

Los humaneros preparan a los humanos a fin de que antes de perder el alma, o después, no exhalen humus defensivos. Les adjudican simbolismos, cábalas, imágenes, ruidos y cantos pero las presas no siempre caen. Generalmente, por simple intuición no leen, no oyen, no ven, no trabajan, se inflan o desinflan, ruedan; su ser abruma a los humaneros que perseveran en lograr que se acicalen y huelan bien, pero los humanos hastían con su cochambre y cuidan el alma buscada o perdida, o el cuerpo sin ella.

Los humaneros se decepcionan. La humanidad que se escapa crece infectando el ambiente. Mientras, la competencia entre humaneros despliega el universo. Un nuevo instinto recorre a la especie. No hay miserables sino humanos protegidos por la miseria; cada uno habla mas consigo mismo, y se pregunta y responde sobre la magnitud del peligro que acecha.

Cuán poderosa es la naturaleza que comunica la peste. Qué fuerza protectora poseen sus efluvios, tufillos y hedores. Los sembríos de hombres y mujeres del basurero son recreados sutil y variadamente en todas las sociedades. El humanero, de exquisito olfato, huye de lo que no perfuma; ésta es su única debilidad. El poder del humanero resulta indefenso ante las humanas protecciones venenosas. Siendo así, los humaneros huyen del campo y las urbes. Si se ven acorralados por esas emanaciones, salen de palacios, salones, supermercados, medios de transporte, pero la pestilencia los persigue, los descubre y los atropella.

Los humaneros se hacen fuera de la genética, salen de los códigos, los templos, las instituciones del bien, de los hartos de pan, de los éxitos, del canto a las armas y la emancipadora muerte.

La bondad humanera se agiganta en la limpieza de los que picotean la tierra y tararean separadamente. Pero de repente y sin causa los menos humanos infectan el aire.

Los humaneros arrinconados van quedando solos al evaporarse el bálsamo que perfuma.