Que la razón del destino del país sea la de un partido político, medio para contribuir a alcanzarla, es loable. Pero, a la inversa, imponer al país la fatalidad de un partido no solo es absurdo, sino repudiable y peligroso para la paz interior de la república.
Esto último está por suceder en las decisiones del partido mas grande. Fue alrededor de la idea de la Asamblea su desquiciamiento inicial. Partió del rechazo total a dicha convocatoria, pasó por asumir a regañadientes ese llamado, enredó su normatividad en estrechos márgenes -temporales y decisorios-, liberó su propia imaginación y ascendió hasta el paroxismo al atribuirle (o reclamar para ella) poderes omnímodos y descendió al taller en que la amarró con todos los hilos del titiritero, preparó los proyectos que beneficiarían su conducción desde el Ejecutivo; y de pronto, aguajes, el Niño, y para colmo, un temible ataque de reformofilia: a la vejez del Congreso, viruelas.
A tanto mal se ha sumado un problema nuevo, el PSC enfrenta la contracción relativa de su convocatoria electoral.
Hoy, el social cristianismo se reconoce todavía en elecciones primarias pero con un solo candidato presidencial, saboteado internamente y desmesuradamente expuesto al sol de los medios de comunicación. Su triunfo a ratos se aleja y junto a él la alianza con la DP -anticipadamente menoscabada-. Así, la perspectiva de una reunificación con la democracia cristiana se aborrasca. La creencia generalizada de que el gobierno y la oposición no serían nada sin el social cristianismo puede arrasar también su convocatoria electoral.
En tiempos del Niño «hay que matar los pavos la víspera». Esto significa reformar la Constitución antes que lo haga la Asamblea, o sea invadir y arrebatar sus atribuciones resueltas en un proceso electoral que moralmente suspendía todo apasionamiento tardío del Congreso por dicha reforma.
Esta Asamblea no es la Constituyente por la que clamaron en los años 1990-91-92 sus gestores. Aquella obedecía no a las circunstancias sino al cambio de la historia. Esa no es la que está convocada, sino esta pequeñita, florón en las manos congresiles. No obstante, al impedir la más insignificante presión sobre la política caduca -cuya integridad es condición de existencia del viejo poder- se desata su extrema susceptibilidad ante estrellas y restos que la atmósfera política hace pedacitos al caer sobre él, amenazándolo.
La vetusta élite política tiene garantizado el futuro inmediato, pero no se siente segura. Le teme a todo, a la diversidad nacional, a la confrontación social, al fenómeno de El Niño y de Moeller. Le teme incluso a su propio candidato.
No es que el aguaje impida pensar. Es que el aguaje pone de manifiesto la impotencia para hacerlo. En tiempos del Niño únicamente es posible repartir vituallas, medicinas, sábanas y carpas y, a la par, exhibir el rostro bueno, como en navidad.
Cabría preguntar ¿qué significaría la suspensión de la Asamblea? ¿Alarconizar el país hasta el año 2000 (porque el Niño sigue durante el 98), o poner otro interino uninominal con verdadera apariencia de constitucional, o elegir de una vez al presidente hasta el año 2002 para evitar que el pueblo se equivoque otra vez?
Realizar la Asamblea tiene grandes ventajas para la conciencia social: demostrar que el viejo poder, aún habiéndola amarrado no puede hacer de ella base para construir un nuevo Estado. La suspensión solo tiene utilidad para ese anquilosado círculo que no se expondría ni correría ningún riesgo a causa de su anacronismo conceptual, político y de intereses.
La Asamblea suplió una carencia. Fue la zanahoria que se pone al frente de los conejos de competencia para desatar su máxima actividad en la carrera. No obstante los objetivos para esa convocatoria, existe una premonición que carece del matiz de victoria. Una secreta derrota inspira: ¡vender EMETEL, INECEL y algo más, ahora o nunca! Este «o nunca» significa una profecía (así leen las encuestas el político desgastado): ¡mañana ya, no! Y para perfeccionar la desgracia, la Asamblea no podrá instalarse plenamente, sino al disolver el Congreso, asumir plenos poderes y las funciones estatales que la consulta le encargó regular, normar y encauzar. Y es posible que la Asamblea modifique la concepción de áreas estratégicas bajo la actuales condiciones del mundo. Pero el vendedor sería otro y el comprador, también.
Ni el aplazamiento de la modernización ni la demora en la venta de activos ni la urgencia de poner fin a los excesos del sindicalismo, o la aprobación no consensuada ni negociada debidamente de los acuerdos internacionales de propiedad intelectual, tampoco la prohibición de cualquier tipo de monopolio público o privado son decisiones que no puedan esperar un mes.
¿Qué explica la desmesura política del presidente Moeller? ¿Quizás su mayoría de 55? Tal vez la «solidaridad enorme» que para el país implica la venta de recursos eléctricos a compradores «solidarios» con el drama nacional. Le pareció atroz al Presidente (diga lo que diga la Constitución) que el TC no posibilitara vender inmediatamente esos activos, sin saber aún (o quizás sabiendo) a quién.
Desde una mirada al Congreso es difícil comprender lo que sucede, pero es fácil advertir el problema con solo abrir los ojos y voltearlos hacia el PSC, una mayoría con extraordinaria vocación de minoría. Allí su marcha victoriosa en el gobierno, Congreso, TC, TSE, Cortes, en todos los organismos de control y otras instituciones fundamentales del país, podría estar convirtiéndose en una auténtica travesía de la solidaridad hasta la muerte.