La solemne superficialidad del poder

¿De dónde sale la fuerza para la transformación de la sociedad y el Estado?

Las respuestas son múltiples por su valor y diversidad. Se afirma que de la conciencia sobre las prioridades o de la profundidad de las pasiones éticas, quizás de los usos y desusos religiosos; también de la erupción de sumergidas o pactadas guerras. Se dice que de las estimulantes competencias económicas y tecnológicas, del cambio del poder o de su reestructuración; incluso, del agotamiento de «obras» y «beneficios». Es posible que aquella fuerza que se busca salga de una parte o de todas las realidades a la que aluden las respuestas.

En el país las palabras y el quehacer de la élite del poder están lejos de eso. Se detienen en la superficie de las cosas, igual que insectos ante la tensión del agua, plataforma y sendero suficientes para recorrerla, casi sin tocarla. El sometimiento absoluto de la población al tradicional avasallamiento cultiva la suficiencia de la superficialidad.

Ese carácter pueril que, en particular, caracteriza al discurso político y más aún al económico, los excusa de pretender técnica alguna, menos aún teoría. Basta presumir de «concreciones» y «prácticas». En rigor, el vacío es el pronunciamiento del régimen, y sin embargo, resulta idóneo para el control. Exhibe la eficacia del pragmatismo subdesarrollado donde encuentra grandes recompensas, pecuniarias y clientelares. Todo es medio, asignado a estrechos apetitos; nada, fin nacional. Las tareas del país son solo las inmediatas, sin estrategias. Para colmo esta palabra se la reduce y troca su significado por estratagema, y la comunicación la usa como la malentiende la élite política. El resultado: los objetivos están demás.

Esa frívola relación con el quehacer del país ante sí mismo y ante el mundo está adscrita a los discursos de solemnidad. Y generalmente, mientras mas nimio y baladí es su contenido, mayor su difusión. Y en tanto, mas insignificante el «sacrificio» de autobombo al que se «somete» el dirigente, mas evidente la desmesurada mediocridad de su ejercicio. Así, reina la publicidad de quejas inútiles, la institucionalización del cambalache, el éxito del toma y daca y su inmediatismo, el paso sin memoria del oficialismo a la oposición y viceversa, la improvisación premeditada que se desliza en la pista de la decadencia. Foros y seminarios para usuarios de alto roce, precios de ocasión y «conocimientos» rellenos de prejuicios, compartidos y trillados. Según unos, se trata de «la ciencia moderna» y al decir de otros, del sentido común. En cualquier caso, formas de un mercadeo que hace de la política feria, supermercado y tienda.

La futilidad ocupa espacios, discusiones, disputas y entrañas del sistema arruinado y, a la par, de la masiva y atormentada existencia social.

La trivialidad se caracteriza por la «ética» de la exterioridad de «todos». Sus quehaceres se mueven en la piel infinita de la apariencia que substituye y embota la conciencia y hace las veces de argumentos y contenidos. Se añade la anestesia de la crónica roja, el cadáver físico o moral en pantalla o primera plana, el placer del morbo que mengua hasta el hambre, los ovnis, apariciones para el entretenimiento. Se suma la peste de la utilización política del deporte. Este ínfimo señalamiento de lo que ocupa al poder, explica el deterioro brutal de las comprensiones sociales. Nada lesiona tan masivamente el espíritu.

Cuando décadas atrás, alguien habló del Ecuador profundo no sabía que el interés por esa hondura moriría con él. En su lugar, quedaron esta apandillada y terrible superficialidad de las pasiones y también de vehemencias frívolas prescritas para el espectáculo. Todo está mas acá de la bagatela. El viejo poder habituado a la dominación proclama su receta de siempre,«pantalones y correas». Y una ovación incontenible dilata el eco de ese «conocimiento». Se desata una competencia de correas con orificios y hebillas y de pantalones anchos, ajustados, largos, cortos. En tanto, cada devoto y participante de ese duelo pregona:«en cuestión de pantalones, no necesitamos lecciones». La historia que también es la lavandera de esos calzones y calzonazos contará el desenlace de semejante certamen.

Desastroso trance el de la decadencia de las ideas dominantes, empequeñecidas, marchitas y gastadas en prácticas que no alcanzaron a plasmar la maravillosa concreción del progreso.

Se diría que todo pertenece a la apariencia en este momento. La moral es simulación; la anticorrupción, follaje; la ostentación de modernización, el lucro oculto; el amor a los pobres, vistosidad; la cultura, oropel; la religión, adorno de figuras; y el andar insignificante sobre la historia, tirar piedras al títere y aplaudir al titiritero, maquillar el pelaje y no faltar jamás a los convencionalismos. Podríamos afirmar que si el semblante de la sociedad fuese un océano, aquí no se necesitaría de fe para caminar sobre las aguas. Así, de «milagroso» es este andar superficial del pantano sobre el pantano.

La pantomima, la impostura y ficción integran los artificios para enfrentar esta caducidad. Es tiempo de superficialidad extrema; ésta configura la cualidad del pensamiento y el papel de quienes poseen la poderosa representación que declina. No se disfrazan de superficiales, son y aparecen así. Eso aún basta para la continuidad del mismo poder.


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