Fecha del golpe de Estado. Puso en evidencia el significado determinante de la «gesta de febrero», ocasión de urdida victoria del viejo poder bajo la piel del 5 de febrero.
No porque la presencia de Bucaram en la presidencia significase una transitoria victoria de millones de marginales, sino porque él constituía síntoma y factor de un profundo resquebrajamiento en el seno del poder y, al mismo tiempo, la probabilidad de crear un polo alternativo de fuerzas que cambiarían el orden económico.
Esta eventual reordenación que brotaba de la convertibilidad y el plan económico podía alcanzar un plano superior. Se imponía la desprivatización de la Junta Monetaria, la autonomía técnica del Banco Central y otros cambios estructurales del Estado. La economía ecuatoriana -parcela en la que se probaba la ineficacia y anacronismo del FMI, el BM y otros organismos internacionales- demostraba que jamás ha progresado desde préstamos y ajustes monetarios.
Esa posibilidad de progreso existía ciertamente como potencial y no como sendero seguro por las limitaciones políticas del gobierno y el brutal choque cultural que significó su presencia para las clases medias y la cultura serrana, especialmente quiteña.
La caída del Presidente Bucaram fulminó ese intento y anunció, en este sentido, un profundo fracaso social, porque uno de los mas trascendentes intereses de la nación consiste justamente en lograr aquella modificación para llevar adelante la imbricación de su economía en la economía mundial.
No obstante, la derrota mayor estuvo en el triunfo del control ideológico que puso en marcha la parcela mas atrasada del poder que convirtió la derrota de la mayoría en una falsa victoria. Para esto se separó la moral de la política. Se le entregó a la sociedad una moral sin política que servía para crear masivos y estériles estados de ánimo, mientras la trajinada élite de hombres de Estado se quedó con la política para representar el poder sin moral.
Se azuzó en amplios sectores sociales esos estados de ánimo hasta el paroxismo, no para conquistar el poder sino renunciar a él. En nombre de una moral mutilada y afectadas honestidades se logró que la colectividad cambie sus demandas por el Código Penal -convertido en programa del quehacer de casi todas las capas medias-. El experimentado poder publicitó la suma de las «ideas» con las que reconquistó todo el Estado: delitos, sanciones, enjuiciamientos y la rentable crónica roja de la política. Se fijó una estrategia: hacer de cada individuo un fiscal de sus enemigos y reos. Este conjunto le serviría incluso para tratar al presidente Interino. En definitiva, la consigna fue multiplicar la vindicta pública y con ella satisfacer la sed de justicia.
La política judicializada había alcanzado la cima. Mediante tamaño «mandato popular», el Código Penal ha ido substituyendo también la Historia. Pues, se la redujo a la historia del delito, el peculado, el enriquecimiento ilícito que se «recluía en el destrozado momento del enemigo» en el cual «el pueblo había vencido a la corrupción».
Con semejantes distorsión e inconciencia, se inyectó a la colectividad la mayor capitulación del espíritu que aparece en la elegancia (o ferocidad) con que pide castigo cualquier personalidad anticorrupta agobiada o glorificada por esa moralina que ocultó la Historia a los ojos también de una porción de la intelectualidad. Ni la Conquista ni la Colonia ni la esclavitud ni el feudalismo ni la explotación y dominación ni la acumulación originaria desde el principio hasta el presente de nuestro capitalismo ni la abominable apropiación del Estado ni la deuda externa han dejado la huella de miseria que supuestamente «la corrupción bucaramista» habría irrogado a la sociedad.
Una inmensa colectividad sin política, sin historia, sin conciencia de su verdadero sometimiento, repleta de otorgadas victorias se convirtió en un rebaño que asiste a cada instante al festejo intermitente del matadero donde abandona esperanzas y utopías. El matadero está hecho de imaginarios cadalsos, picotas, degolladeros, penas, criminales que las manos del poder exhiben para la ocupación criminalística con que se recrean la amnesia y los prejuicios colectivos.
El uso de la protesta que condujo a muchedumbres en febrero del 97 fue factible porque estas actuaban desde una conciencia prestada. Su violencia era la de los débiles para hacer historia. Era la premeditada y oculta violencia del poder contra la posibilidad de la conciencia. Era la violencia que permitía arrear tumultos hacia el objetivo del poder tradicional: recuperar la totalidad del Estado. Lo cual no será visible para esas masas ni siquiera hoy y es posible que no lo sea muchos años mas. El espacio de su comprensión fue copado por una seudo moral que solo cumple una función, hacer invisible el interés que impulsaron las jornadas febreristas.
Un monumento a febrero será levantado por el poder decadente en homenaje a otro de sus triunfos, el 6 de febrero, vestido de las ancestrales reivindicaciones que se expresaron el 5.
Sin embargo, un día, la caída de ese fetiche, será el comienzo de una nueva conciencia social.