La inmadurez de las economías atrasadas consiente periódicamente que intereses ajenos al poder tradicional incursionen en alguna instancia del Estado. Esto basta para que ese poder reaccione en pos de la recuperación de la parcela perdida.
Se muestre devoto de la violencia, que tanto repudia en los de abajo, y llame al ímpetu de las masas, desate el frenesí colectivo y rellene con aclamaciones y énfasis a estamentos dispuestos al arrebato y la histeria.
Si pierde un pedazo de Estado, se torna especialmente virulento. El instinto de casta en extinción levanta hasta las reivindicaciones que normalmente niega, azuza la fuerza de los súbditos contra los tenedores del segmento perdido. Intrigan, conspiran, desatan la insidia, abrogan sus propios principios y proclaman que los pueblos no pueden seguir sufriendo precios altos, salarios bajos, impuestos y más.
La prédica de un control decadente evoluciona por sus extremos. Cuando necesita conservar, convoca a la obediencia y administra la ignorancia y formas de irracionalidad para la dominación.
Domesticar es tarea de esa «educación». Las posturas cortesanas y los temas de la mansedumbre se ejemplifican en templos y palacios. Los peligros juntan pedazos del poder en amigos y rivales y se pone en marcha el apostolado del consenso: la búsqueda de armonías, la protección de máscaras, la información premeditada y el aquietamiento colectivo, en definitiva, desembravecimiento de ciudadanos y hechura de vasallos apacibles.
A pueblo manso, poder eterno, reza el epígrafe conclusivo de diálogos y embriagueces consensuales que imparte este ancianísimo régimen de nuevos adherentes.
Reclaman libertades y supresión de mecanismos de control social, buscan muertos entre sus aliados y en sus propias filas, ruegan a Dios contar con cadáveres que los exhiban víctimas. Si se les escapa una partícula de su dominación, levantan su ira, retoman la brutalidad, se justifican (y advierten) en la lucha contra la delincuencia y vuelven al ancestral medio de solución, el fuego. Aquí, la crueldad afecta la sensibilidad hasta que la costumbre reviste de justo al extremismo oficial.
La fuerza alcanza el paroxismo en la violencia económica, aquella que aparece para conservar lo que la historia quiere negar y la ambición defiende. Abisma las desigualdades, mientras usufructúa de la parálisis social y la extracción de excedentes.
No hay violencia mas cruenta que la del poder que se retira. Rinde culto al ánimo agresivo, a la intimidación, al crimen de Estado. No obstante, cuando recupera el espacio perdido, vuelve a proclamar la mesura y cultiva la contemplación inconciente, la desidia, la impotencia de las masas, tesoros del poder.
Una de las expresiones mas nefastas de la violencia es la reducción, en pos del exterminio, de las condiciones que protegen el pensamiento de un pueblo. Negarle pensar la política desde la economía y la Historia o pensar la Historia y la política desde la economía, y la propia condición humana desde la moral entera.
La degradación ideológica de este poder infunde miedo, adiestra en las creencias mas absurdas, amaina el carácter colectivo y afina la dominación al lograr que las masas (como las definía Ortega y Gasset) se piensen así mismas desde la anticorrupción, algo semejante a lo que sería pensar el desarrollo biológico del hombre desde el pecado original. Forma perfecta para alcanzar la idiotez absoluta que caracteriza a los sistemas de difusión y defunción de ideas muertas e insepultas.