El crimen contra Jaime Hurtado González y sus compañeros, Pablo Tapia y Wellington Borja, corresponde al desmoronamiento de la vieja política. El homicidio contratado sigue siendo una de sus obras.
La unilateral lectura policial de este asesinato mutila su significación. Incluso, esos mismos avatares criminalísticos exigen dar con el interés que condujo tanto la mano criminal como al autor intelectual de tal magnicidio.
La apresurada disertación policíaca permanece encerrada en sus propios límites y en esa pesquisa, casi testimonial y medio indagatoria, de un presunto implicado.
El gobierno actuó con afectación y apresuramiento. En lugar de proponer, en este caso, una exposición preliminar, se hizo presente y difundió la del implicado. Era necesario entregar a la conciencia social no un culpable sino el culpable, la aclaración real y no un relato presuntivo y pueril.
El informe ministerial y presidencial sobre el infausto suceso exhibió a individuos torpes e incapaces, cometiendo delitos utilizados -al parecer- para encubrir el atentado mayor. De los sicarios «se supo» que viajaron por una compañía aérea y se les atribuye colombianidad. Esto, según el recuento de la confesión de un detenido. Otro murió en «la balacera» que los vecinos del lugar no alcanzaron a escuchar. Tres fueron presentados, dos de estos no habían declarado para el momento del informe.
La narración ha logrado ubicar, se diría, un propósito: «esta es pelea entre paramilitares y protoguerrilleros», según la interpretación oficial. Sin embargo, acontecimientos de esta naturaleza jamás se reflejaron en las «verdades oficiales», sino excepcional y tangencialmente.
Esta adaptación logra incorporar a un sector en cierto irreflexivo y tembloroso ocultismo social que sumado al terror que imprimen los crímenes contratados ponen a la sociedad al resguardo. Así, se esfuma la fuente del terrorismo y se ocupa a la frágil siquis social en cábalas de adivinación sobre la mitología guerrillera y predicciones acerca de los paramilitares. De esta manera, las supersticiones que engalanan las ideas de la dominación podrán acusar con eficacia desacreditadora y autoprotectora a quienquiera.
Las Fuerzas Armadas no necesitan que se les invente un enemigo para subsistir. Tampoco las policiales requieren ajustar relatos para poner de manifiesto su eficacia criminalística.
Otros países vecinos han actuado bien. Por ser vecinos somos una condición del problema interno colombiano, y solo podemos ser una condición favorable a la pacificación interior de Colombia, si no exacerbamos en nuestro territorio un conflicto que nos excluye y nos es ajeno.
La decadencia del régimen en Ecuador se ha dado en términos de «paz» (afirman sus cultores), despiadada dominación y degradaciones agudizadas, mientras que la decadencia colombiana, en condiciones de violencia armada. En Colombia la política cumple 100 años en armas.
La lucha contra el delito es una y otra. La que se libra contra el crimen político no se resuelve en las cortes ni se supera exclusivamente con las «fuerzas del orden», más aún si este Estado es expresión del quebrantamiento institucional que propicia frecuentemente la ruptura del orden jurídico para conservarse.
En el fondo de la sociedad y por sus escalas corren rumores que rebasan la información de los medios. No provienen de lo que se publica, sino de la persuasión que los sucesos liberan.
Construir una adecuación para la impunidad de este crimen -o de otro- desde prejuicios que cohesionaron a diversas administraciones, resultaría siniestro. Y todo se agrava, si advertimos que cualquiera que intente cambiar algo puede llegar a ser eliminado «desde el país vecino». Ridiculez. Y tragedia.
Este asesinato entraña un profesionalismo que no está solo en el gatillo sino en la preparación de la trama de la eliminación, que no se evidencia desde la investigación oficial.
Curiosamente, en Colombia los paramilitares se informaron (dicen) de una intencionalidad que aquí nadie había descubierto antes. Al extremo que el propio Presidente de la República el día del atentado reconoció a Jaime Hurtado González como político de paz y diálogo. Sin embargo, al día siguiente se puso en escena un desgastado pretexto usado para prácticas represivas y múltiples crímenes en Ecuador. Bastó una sola declaración para que se cambiara la opinión ofrecida por 35 años de vida política de Hurtado.
¿Acaso es una forma que usa la anciana política para llorar a víctimas?