Hilos de una vida

Amanecía. Se apartaba el estremecimiento.

Observó tras los visillos el milagro del día. La urbanidad substituía al instinto.

Se vistió, recogió el sombrero y bajó las gradas. Saludó al conserje arreglándose el tocado y marchó a la oficina. Pocas cuadras le ofrecían el placer de caminar, haciendo venias, calándose la copa y reiterando la postura. Cada vez que se descubría, le invadía una sensación matinal y estimulante. En el momento que llegó, desnudó su cabeza para todos. Desde su escritorio perseveró obsesivamente en la cortesía. La costumbre le facultó situar su toca, al fin.

El día transcurrió.

Al salir, hizo guiños y contorsiones de despedida. Las genuflexiones eran incontinentes, casi una fijación. La inclinación tenía valor absoluto. Brazos y cuerpo encorvado conformaban un obsequio para los transeúntes de aquel trayecto oficina-casa, en el cual él transmitía cierta alucinante encadenación.

Blandió su vestimenta ante el conserje y una vecina que se cruzó en la escalera. Honró la puerta que abrió y se cerró a sus espaldas. Y elevó el capuchón. Quiso depositarlo en el sitio de siempre. Pero, el sombrero se rebeló y regresó a su cabeza. Una y otra vez intentó soltarlo. No se desprendía de sus manos, estaba adherido. Un sentimiento extraño se iba incorporando a su ser. Los matices de fidelidad a los buenos deseos adornaban esa pantomima.

No se desunía del sombrero. Intermitentemente, se destapaba con ritmo y compás, de un soplo arqueaba el espinazo, doblaba la cintura y la rodilla. En la soledad, ensayaba porfiadamente su pleitesía. El aspaviento sumaba muecas, parpadeos y manoteos realizados con esmerada mímica de entrega.

De pronto, malició que hurtaban su voluntad y se dispuso a la irreverencia. Pero, las manos no le obedecieron. Escapaban de él y continuaban representando la salutación de toda hora. Repasaba las ceremonias con las que rendía honores.

El lenguaje de esa devoción escapaba de su dominio. Ahora, esa hechura lo recluía, le era ajena. Una cárcel. Estaba atrapado en ella: cubriéndose, descubriéndose.

Sujetó una de sus manos con la otra e hizo el mayor empeño. Las trajo hacia su boca y las mordió. Lanzó un quejido de dolor. Y las abandonó.

Ellas siguieron dando sombrerazos, mofándose de él mismo.

Inesperadamente, el sombrero se deslizó de sus manos. Estas seguían exhibiendo libertad. Comenzaron a recrear remedos y parodias. Juntaron los pulgares sobre las sienes, enfilaron el meñique y el pulgar sobre la nariz. Le ofendían con variados ademanes. Se burlaban de él, imitando vestigios terribles de la infancia.

Mientras los cumplidos persistían en las manos, buscó en el aire siguiendo las señas. Verificó que sus brazos pendían de hilos. Estaban sobre él. Las manos eran accionadas por ese encadenamiento. Hizo un esfuerzo para recuperar autoridad sobre sus brazos. Giró los dedos tratando de asir los hilos. Le embargó la idea de recuperar la voluntad.

Dirigió la mirada a los indescifrables filamentos, a veces invisibles.

Y se colgó de ellos con fuerza.

Durante un instante sintió la ruptura (soñó su libertad). Cuando estaba dispuesto a estallar en voces de satisfacción, se descolgó, desplomándose.

En el tablado quedó un montón de sí mismo, como los cuerpos sin alma.

Afuera, el ocaso y la aurora coincidían en la oscuridad creciente que lo envolvía, otra vez.


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