La política es escenario en el que se correlacionan modificándose, integrándose, divergiendo o convergiendo los intereses de un país. Es instrumento de relaciones trascendentes que conforman Estados, naciones, procesos económicos, culturales, organizativos, sicológicos.
La época de renacimiento pone en juego el potencial de la política. La fase de decadencia, única y exclusivamente la política del poder. Aquí prevalece éste y predomina sobre todas las cosas.
En el momento que los intereses del poder se vuelven excluyentes, cuando solo hay espacio para su política, lo que está más allá de ese espacio (lo excluido) no existe, permanece en la sombra, fuera de tiempo. Se lo acalla por «desconocido» o, simplemente, lo anula la ausencia de representación del interés vencido o impotente, aunque signifique la existencia de grandes masas.
Esto conforma las circunstancias de este sólido inmovilismo. La beneficiaria casta política se exhibe soldada al poder. La sociedad ve como natural su derrota y la imposibilidad de cambiar. Esta es la doctrina de fabricantes de prejuicios con los que intoxican diariamente a la población.
El fenómeno traspasa la sociedad ecuatoriana. El poder que articula a sectores de la banca y de algunos medios de comunicación domina el Estado y convierte al resto, es decir, a la política que no responde a esas fuerzas en un no-ser, en nada.
Por eso, el rostro lúgubre y sombrío de la multitud, el pesimismo y la profunda depresión, como si la colectividad entera tuviese apretado el corazón y le fuese imposible reír.
La protesta es inútil. La resurrección social, irreal. El Presidente es el cochero de una carroza fúnebre, en cuyo interior se trama la venta de los caballos que la halan.
Los poderosos se percatan de este drama social, de esta honda caída del espíritu y han echado a andar la imagen hermosa del payaso que de manera plural recorre, por ahora, las calles de la ciudad de Quito, pidiéndole a la gente que ría. La dificultad es evidente. Del llanto a la risa es posible que haya un paso. De la tristeza a la sonrisa, una distancia muy grande.
Cuando se acercan estos buscadores de alegrías, muchos huyen creyendo que se trata de otra legión de mendigos. No obstante, insisten. Los payasos quieren contagiar su naturaleza, mientras la gente sospecha y duda. De pronto, lo único que suena es un forzado jijoteo, la terrible y dolorosa sorna de una carcajada muda, una forma de quejido que no alcanza a ser advertencia, que es solo sufrimiento ante la estrechez del inevitable poder.
Poder superficial y engreído por la «democracia» que le asegura permanencia, aunque de espaldas a la necesidad histórica. La crítica colectiva se traslada a las pantallas, páginas y ruidos noticiosos como débil lamento, parecido a un mendicante ruego.
En estas condiciones, la política no es siquiera lo que pretendió ser algún día, arte y ciencia. Si ella no está ligada al sector que gobierna y cogobierna, la política no es, y los que están fuera solo deben reír. Quien no ríe «está enfermo» y «le hace daño al Estado».
Lo más trágico para un país no es la crisis ni la guerra perdida, ni las derrotas del espíritu que ellas motivan, sino la creciente depresión que se presenta como presagio de estar demás en la historia.
Ecuador de día en día calla más y más en el ámbito de su acechada existencia y todo gracias a que de la política se hizo un monopolio; de los recursos del Estado, un patrimonio de la casta; de la democracia, su garantía exclusiva; de su arbitrariedad, el Derecho; de la moral, una farsa; de la economía, una ruleta y de su propio ser, una máscara que ríe y pretende que todos la imiten.