La mendicidad rejuvenece

Palabra que titula potencialidades diversas es ejército. Al margen de las armas, se usa para denominar la profusión de desocupados y, a veces, de miserables muchedumbres. Difícilmente nombra la prodigalidad espectral de los mendigos.

Hubo un tiempo que sí lo hizo, el de las brujas, despojos marginales que se juntaban en el trueno, los relámpagos o la lluvia para urdir con hechizos la previsión del destino (Shakespeare).

La mendicidad es abandono, continuación perpetua de la derrota.

Al igual que sucede con las fuerzas económicas, la organización política y más, ella cambia. Los implorantes de antaño ya no son los mismos. Aquellos seres que hemos recordado, poseían extraños vínculos con lo sobrenatural. El desastre al que ahora aludimos fue antes y después de esos «poderes».

Viejos, minusválidos, leprosos, tuberculosos, malditos y portadores de pestes buscaron amparo en la religión. Pedían «por amor a Dios» y agradecían como quien augura: «Dios se lo pague». Así nació ese enigma, el por-dios-ero (-ero- de especialidad, dedicación), que ahora cuenta milenios de existencia.

Los mendigos mutan. En estos días son desperdicios distintos. Pero siguen condensado el acontecer del cuerpo social, de la misma manera que en el laboratorio las heces muestran lo que asalta al cuerpo individual.

La noche los junta y los apaga mientras se pierden en la oscuridad. El día los confecciona nuevamente. Nadie los ve, si no quiere. A pesar de morar en portales, veredas y caminos tienen algo de invisibles, piel plomiza, mezcla de brea y polvo, sucios, apestan, concretan la naturaleza inútil. Hasta la imaginación artística presiente que no puede resolver este destino. Y se aparta.

Los mendicantes no florecen ni constituyen cualidad o número alguno. No constan en las estadísticas ni en los índices macros. Existen aislados con sus antepasados hechiceros, fuera de discursos, solemnidades, ocupaciones eclesiásticas, militares, políticas, financieras. Están ausentes del Internet. Han perdido toda libertad, poder y nexos con los demás. Fueron expulsados del mercado. No valen.

Buscan rincones caritativos, comparten las horas, quisieran dominar las calles para que nadie pase sin «pagar», como si la limosna fuese mas humana que el peaje.

Una mendicidad renovada brota del asfalto. No tiene horario, suplica día y noche. Sus partes recogen la comida caída y celebran su instinto sin que los distraiga siquiera la mano compasiva que se acerca. Vuelven apenas los ojos a la moneda misericordiosa y no la toman, permanecen ensimismados en el sustento de su sobrevivencia.

Los indigentes tradicionales, los que el progreso crea, los que no marchan en ninguna dirección ante los avances tecnológicos, ya no son solo las viejas generaciones, surgen también de las nuevas. El país entero podría transitar a la mendicación, contagiado de la putrefacción que lleva en sus entrañas. Algo de esto tienen hoy las quejas y peticiones gubernamentales.

Los menesterosos inferiores enfrentan la discriminación social y étnica, son indios, negros, mujeres, enfermos, niños, bazofias. No pueden disfrazarse de humanos. De estos queda únicamente la memoria visual.

La extrema miseria ha rejuvenecido, exhibe todos los colores y la riquísima diversidad que se comenta en los caritativos cenáculos democráticos ¿Los viejos? ¿Qué será de ellos? No están. Hay ciudades que ya no tienen esos mendigos.

El hambre crece más rápido que la población y se diversifica. Hay desvalidos de alcantarilla, míseros que agonizan, enjambres de lazarinos encubiertos en ilusorias ventas. Mendigos que no son mendigos, cuasimodos para el mundo. Se amontonan. Se repudian. Se escupen. Se codean, hasta que duermen bajo la prensa que los cobija.

Algún día, podría acontecer que estas excrecencias retornen juntas en el trueno, los relámpagos o la lluvia para recuperar los poderes sobrenaturales y la libertad.


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