Sobre un mueble de madera y reclinado en la pared se apoya un retrato de El pensador. Se aproxima al tamaño del original y redescubre el homenaje que Rodin rindiera al pensamiento. Dimensión esencial de la experiencia humana.
Delante de esa imagen, una réplica condensa la célebre escultura. Ferrosa, hecha de minerales mestizos, de herrumbre colada y soldada, la figurilla moldea al ser introvertido en el infinito espacio de la mente. Refleja la naturaleza que transita, se abate y sumerge.
La idéntica posición física de las dos representaciones genera impresiones contradictorias. El ser y su sombra. Lo romántico y su desprendida veta de lo real.
La figurilla pertenece al hombre sin edad, engendrado al margen del tiempo. Una cimbra, su columna vertebral, bordeada de fierros que ordenan y hacen las costillas. Brazos y piernas -herramientas de construcción- prefiguran lo humano: el esqueleto maravilloso, la anatomía consumada y peregrina. Esa desnudez viste millones de años. Dolor o conciencia de la materia sobre sí misma. La cabeza es un candado, desprendida del tronco, sostenida por la mano. Tiene la forma de todas, y de todos los tiempos. Su cuerpo fundido por el fuego, contagia y enciende pasiones sin trascendencia que incineran su entendimiento.
Fraguado con desechos explota las potencialidades casuales de su sentimiento, divaga, se abisma en su propia consumación. Absorbido por sus sensaciones, permanece inmóvil en su agonía. Distendido, tensionado, rígido y maleable, abriga lo inefable.
Carece de entrecejo. Sufre. Rumia dentro de esa cerradura un interminable desenlace individual. Esa figurilla se basta a sí misma para reiterar el devenir de todos.
En esta herrumbre se solidificó un Pensador percibido e imitado por un escultor anómino en Guayaquil. El otro, El pensador glorificado, creado en París, en el fondo es el mismo, promedia la mitad del tiempo dado a la individualidad. Su anatomía perfecta, saludable, ropaje de los mismos años, es una metáfora esculpida de la lucidez del entendimiento. Forma de todos en cualquier tiempo. Su cuerpo abriga la meditación. El entrecejo, la reflexión. Su figura no tiene desperdicios. Basta para abstraerse, recordar y concebir. Su creación intuye y descifra una parcela del universo.
Son dos versiones de El pensador. El original y la copia, el fantástico borrador y su engendro. Predestinadas a la «Puerta del infierno».
Se podría afirmar que las dos son originales, aunque en rigor las dos son copias de la circunstancia humana abocada a disolverse en la naturaleza.
Ninguna de sus manifestaciones gana o pierde. Las piedras, el bronce, los minerales, solo se prestan para portar un momento esa formalidad. Y parecen inmutables.
Las dos esculturas pertenecen a valoraciones distintas. Rompen el límite de la condición humana al integrarse a la existencia.
Otra manera, quizá la absoluta, de ser iguales en el fin.