«Madre desnaturalizada mata a sus tiernos hijos y luego se envenena». Era el titular de portada. La noticia añadía, «les dio pócima de ratas en el pan como si se tratase de mantequilla. La mujer tomó el tóxico directamente de la botella que se encontró junto a su cuerpo».
La prensa impactaba periódicamente con esa reseña. Una peste invadía «a los menos concientes».
La hoja de periódico recogida por el sensacionalismo de la publicación, permaneció en las manos de la mujer que leía la tragedia para sí. Resistió observando el titular hasta que dejó deslizar esa página. Pensó que la narración era terrible. En días pasados había superado una idea semejante que se le presentaba de manera recurrente. Un demonio se posesionaba de su cerebro. Sintió el horror y la convicción de que por ninguna carencia, aunque falte todo lo material que la vida reclama, no podría privar de la existencia a sus hijos. Y durmió.
En la madrugada, la noticia revoloteó en su memoria. Y se alegró de haber condenado el hecho. La crónica relataba, «la policía llegó tarde. Hubiese podido encontrar con vida a la mujer asesina, así ella pagaría con el máximo de la condena que las leyes establecen».
Amaneció. La luz trajo consigo cierta tranquilidad. Despertó a sus hijos, los besó. Se volteó hacia la cocineta. El tanque de gas estaba vacío, solo quedaban los fósforos que había pedido. Después de todo, el que no tiene casa, vecino es de todo el mundo, y llevó el agua, la panela y unos panes que dividiría mas tarde a calentarse en el fuego de una habitación contigua.
Ya en la mesa, los niños, que sorbían el dulce y masticaban el pan lentamente como si fuese abundante, mantenían silencio. A veces, lo excesivo de otras cosas rompía sus espíritus.
La madre se abismó -otra vez, durante un instante- en la inmolación. Imaginó las virtudes del sacrificio tan requerido y practicado por la fantasía y ensueño de las religiones. Hijos únicos humanizados y echados al mundo para ser incinerados, arrojados a los cráteres, crucificados o expuestos al sol. De alguna manera, la humanidad estaba destinada al Apocalipsis por voluntad del creador.
Percibió en cada suicidio, individual o colectivo, una infinitésima anticipación de ese destino. Los cotidianos suicidios no culpaban a los desengaños, a la pobreza ni a la falta de ganas para vivir. Pero allá, donde el pan era una migaja endurecida, proliferaban los adictos a la muerte.
La madre evocó la satisfacción del olvido total, «dejar la vida y el número que nos señalan».
En esa inmensidad humana, el espíritu de secta suicida contagiaba y ambulaba formando caminos al infierno. La autodestrucción o la autoeliminación eran virtudes. Lo mas útil que se podía hacer era dejar de existir. La muerte también resuelve.
En su rostro brotó la decisión y dirigiéndose a sus hijos les dijo:
– Sería mejor estar muertos… puedo matarlos…
De inmediato se sumió en el mutismo.
Los niños, de once, nueve y siete años la miraron con ternura. Su madre les deseaba el bien. Retuvieron el impulso de levantarse y abrazarla. Durante un instante se miraron y uno de ellos repuso:
– Mamá…, cuando vayas a hacerlo, avísanos.
– ¿Para qué?, inquirió ella de golpe.
– Para no morir en paz.
Respondió una frágil voz con profundo acento instintivo que retumbó como un coro.