Limpieza de delincuentes

Las crónicas policiales destacan -en asaltos a bancos, financieras, grandes empresas- exitosos resultados: murieron dos, cuatro, ocho, once delincuentes. Nadie quedó vivo, si alguno fugó, por excepción, mas tarde fue encontrado y «cayó en otra balacera».

Esa técnica judicial o policial (nadie vivo ni un solo testigo) genera algo mas grave que el reclamo de un criminal. El silencio que sobrecoge se multiplica clandestinamente, contagia como el agua contaminada, inunda, empantana y termina acusando.

La limpieza de delincuentes es una manifestación de la decadencia, nunca de la recuperación de una organización social. No es principio de seguridad, sino terror del poder ante la inseguridad. La delincuencia tiene nexos estrechos con la degradación del poder. Su auge se eleva cuando la organización estatal y social decaen. Entonces, las mayores destrezas criminológicas exhiben el exterminio.

En muchos países la descontrolada persecución policial ha terminado destruyendo la sensibilidad social, al extremo que hasta los medios de comunicación sonríen ante el «éxito» y los lectores pasan la página con cierta displicencia.

Así, callando, se aproxima un porvenir mas violento y severo que el que se pretende combatir con esas eliminaciones.

Esa técnica, impuesta al parecer, por el armamento de las bandas criminales y la aceptación generalizada a la reacción policial, augura un futuro trágico. La sociedad contempla endurecida aquellos cadáveres -que ya no testifican-, con disposición a aceptar la violencia y la muerte como resultado de la lucha contra el mal.

Y el mal puede terminar siendo cualquier cosa. Desde los presuntos delincuentes hasta procesos que la historia del horror guarda en la memoria. Algo de ello tiene ya América Latina en su seno, Europa nos habló durante el siglo XX de esa experiencia que se previó y condensó en la afirmación de que «todo Estado como toda teología supone al ser humano esencialmente perverso».

En Estados Unidos, cuando la policía elimina a un delincuente -mas aún, si se elimina a todos los de una banda- se cuestiona el exceso y la profesionalización policial. Se interroga sobre su proximidad o distancia respecto de los derechos humanos. A pesar de determinados mandos políticos que cada vez se alejan mas de la comprensión y el significado de esos derechos.

La institución policial es solo un brazo ejecutor. A ella se le exige habilidad, puntería, dominio, cordura, mesura, prudencia y más. Por eso, de la limpieza de delincuentes, la responsabilidad recae en los aterrorizados afanes de seguridad de sectores políticos decadentes que entienden el delito como una manifestación genética irreversible. Combaten la infracción con sus propias infracciones, antiguo proceder que Max Stirner precisó diciendo que «el Estado llama ley a su propia violencia y crimen, a la del individuo».

El culto a la muerte en la victoria antidelincuencial amenaza subrepticia pero irrevocablemente a la sociedad en su conjunto. La convoca a explotar por los mismos factores que crearon esos delitos, con la misma insensibilidad y desmesura con que estallan los callejones sin salida.

Un graffiti frío sobre un muro marginal de Quito critica y reza: «ayuda a la policía, pégate un tiro».


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