Pueblos vencidos, como criminales, suelen ser abatidos sin resquemores humanistas.
Una cínica enseñanza se plasmó en la psiquis humana, la fuerza que se impone no necesita justificación, se supone potencialmente superior y no requiere argumentos. Esa dimensión, igual que un agujero negro, absorbe y disuelve todo lo próximo.
Conocernos requiere medirnos a nosotros mismos. El Censo era imprescindible, pero esta medición se mezcló desgraciadamente con objetivos pequeños y equívocos profundos.
La transición económica que organiza la Unión Europea carece de representación política propia. A partir de 1991, ese espacio ha sido ocupado por la irrupción de la unipolaridad militar.
La desnudez de dos decadencias está en la pasarela bélica. La avanzada del mundo desarrollado, Estados Unidos e Inglaterra, y la periferia del subdesarrollo, Afganistán.
El historiador Paul Kennedy en su libro Auge y caída de las grandes potencias descubre en el sacrificio de recursos económicos por la supremacía militar una de las causas de decadencia de las grandes potencias. Su obra es advertencia premonitoria ante el costo que la administración norteamericana prevé para su propia “seguridad”.
La primera víctima de una guerra es la verdad, por pérdida de entendimiento de sus determinaciones, terror a fantasmas de coyuntura, pánico fabricado, fobias a lo desconocido, introversión en la identidad propia, repudio a otras identidades, refugio en dioses propios y satanización de los ajenos.
La adaptación bélica de organismos vivos para guerras previsibles creó y desarrolló armas biológicas, formas de bio-destrucción. Hito en la historia de la guerra que redescubre, independientemente de escudos y tecnologías, la vulnerabilidad humana.
Ha desaparecido -¿momentáneamente?- la política internacional. Su lugar lo ocupa el antiterrorismo. Esto conduce al colapso del sistema de relaciones internacionales, a la momificación de la ONU, la substitución del Consejo de Seguridad por la súbdita OTAN y, de alguna manera, a la muerte del derecho internacional.
Cerca de Cracovia está Auschwitz, fue campo de exterminio, hoy museo de los horrores del fascismo. Una inscripción en la parte superior de la puerta de acceso recibe al visitante, “el trabajo os hará libres”. El recién llegado de golpe se transporta en esas ultrajadas palabras.