El sentimiento corresponde a cada uno de los intereses de la nación.
Pueblos indios, negros y mestizos, provincias marginadas, culturas en declinación, regiones aisladas, trabajadores desocupados, obreros sin ilusión histórica, empresarios enredados en el atraso, soldados sin patria, individuos cercados y amontonados en el éxodo mayor de nuestros siglos, sacerdotes abandonados, iglesias sin dios, idiomas en extinción, generaciones capturadas por la nada. Todos son minorías.
Únicamente, el poder es mayoría. No son muchos, ni siquiera todas las élites. Sólo las que manejan el alumbramiento de la comunicación, el mando sobre las armas, las advertencias de lo Alto, los recursos económicos, los fracasos multitudinarios, la relatividad de la justicia, la lucha contra el generoso mal y la protección de la mezquindad del bien.
Acuden a diálogos de cementerio, consensos entre tumbas, mesas de concertación convertidas en ataúdes. Es la imagen de la impotencia y la dispersión colectivas.
El poder está solo. Sus integrantes yacen asilados, ocultos en la fuerza que asegura su inmovilidad. Deambulan en círculos viciosos, encadenados los unos a los otros, aterrorizados por las consecuencias de sus cómplices “virtudes”.
El poder no espera nada. Se ahoga, arrastrado y sumergido en el torrente caudaloso de los dineros fáciles. El oro le amamanta y lo mata.
La información cae como una avalancha. Iguala, uniforma e incinera para que el poder sea eterno y todo regrese a lo mismo, a las cenizas de la dominación.
El silencio se restablece y sus formas se vuelven infinitas entre las masas. Duele.
El presente es tardío, devora al futuro.
El mañana se desvanece. Y el país se queda sin tiempo. Le han usurpado el porvenir.
Los ojos contemplan sin ver, sin querer nada.
Lo venidero está en el mas allá.
La población entera deambula y conforma la inconmensurable dimensión de la soledad.
Y, sin embargo, la vida lo exige, fecunda lo imposible.