Al principio, fue máscara del Estado-banca. Co-actuó con sus instituciones en la reducción de los depósitos, el encubrimiento de la “exportación” del ahorro nacional; los dolos del feriado y congelamiento bancarios, delictivas devaluaciones, tramposas devoluciones, mentirosos plazos de entrega de recursos, irrisorias y leoninas tasas de interés, garantías bancarias fraudulentas, falsos activos, engañosos préstamos vinculados, espurias fusiones bancarias, colusorias capitalizaciones de papel, endeudamiento estatal y mucho más.
Así, los banqueros usurparon tres cuartas partes y, en muchos casos, cuatro quintas partes de los recursos monetarios, financieros y crediticios de la población.
La AGD, creada por la banca a través del Estado, fue tramada para “estatizar” a la banca insolvente o premeditadamente quebrada. De esa manera, el Estado trasladaría a la Nación las pérdidas del sistema especulativo.
Esos objetivos económicos del gobierno-banca, encubiertos por el “silencio comprensivo” del Congreso, Tribunal Constitucional, Cortes de Justicia, se cumplieron a cabalidad. Al extremo que substituyeron el sucre por el dólar para evitar ser echados del poder, al mismo tiempo que se consolidaba la presencia militar de Estados Unidos en Ecuador y garantizaba la de los banqueros en Miami.
Sin embargo, la función más importante de la AGD fue política. Contribuyó a reproducir el control financiero y bancario sobre el Estado.
El sistema bancario sigue tomando decisiones estatales. Por añadidura, la mayoría de ex funcionarios de la banca son o han sido parte de la administración gubernamental, legislativa, judicial o de control. Generalmente, estos “técnicos” están comisionados por uno u otro lado para prestar servicios mutuos. Se podría afirmar que ejercen sus funciones de manera simultánea y sucesiva, en el Estado y la banca, en la banca y el Estado.
Ahora, la AGD debe descansar en paz. Su éxito ha sido absoluto. Solo resta encontrar la coartada precisa mientras se prepara el funeral.
Para desaparecerla basta algo de corrupción, un poquito de anticorrupción, la insuficiente búsqueda de culpables individuales, el hallazgo de responsables minúsculos y parcos, una pizca de peculado, una rebanada financiera tratada como obra de suspenso para entretenimiento de la opinión pública y, por fin, el reconocimiento oficial de que esa sigla “ya no va”.
Sus funciones pasan lenta e imperceptiblemente al Banco Central y a otras instituciones.
El sistema sobrevive y se reengendra en el Banco Central, Superintendencias, Gobierno, Cortes, Congreso, prensa, televisión y “técnicas” inmersas en terminología para subdesarrollados.
El Estado financia a la banca con dineros facilísimos, que hasta podrían ser casi santificados, si se convoca a la semi-estatizada Conferencia Episcopal a bendecir la trampa.
Lo monstruoso de la AGD no es la moral de sus arrendatarios. Lo trágico es que fue un cascarón que dio continuidad al pasado, como si no fuese el mismo Estado, la misma banca, la misma representación política.
La función política de ese cascarón, maquilladora del viejo poder en la conducción del Estado, ha sido triunfal.