De la memoria de triunfos imperiales

Cerca de Cracovia está Auschwitz, fue campo de exterminio, hoy museo de los horrores del fascismo. Una inscripción en la parte superior de la puerta de acceso recibe al visitante, “el trabajo os hará libres”. El recién llegado de golpe se transporta en esas ultrajadas palabras.

Las alambradas conservan el espanto. El viento pasa al interior y acaricia derruidos muros y árboles que emergieron después del tiempo muerto. Subsisten fosas y huecos grandes en la tierra que se llenaban de agua para ahogar a condenados.

A un lado y hacia atrás, un galpón pequeño se dilata en la mirada. Allí se amontonan y atestiguan –no obstante tantos inviernos- cabelleras, huesos, dientes, cráneos, calzas de oro.

Son registros de ese quehacer tan predispuesto a proteger a la civilización del contagio de pueblos inferiores. La “raza superior” se sentía providencialmente obligada a controlar a las otras -mestizos, indios, amarillos, judíos, bolcheviques-, a todos los colores que disgustaban a esa poderosa democracia alemana.

Sus técnicas, armas de incuestionable calidad y precisión se orientaban al control monopólico del mercado europeo, las finanzas y la conciencia mediática. La información de guerra versaba sobre el monólogo del triunfador y sus argumentos. Información bendecida mayoritariamente hasta por el Vaticano de entonces.

Al fondo del campo, se conserva una construcción de apariencia inocua. De la portezuela se atraviesa a un lugar de encierro. Para los prisioneros era el fin. Estaban ante el crematorio. Uno de los mas eficaces. Se cremaba hasta cuatro mil hombres, mujeres y niños por día.

El encargado de esa “prometeica máquina”, así la llamaban los constructores, escribió el rutinario informe a sus superiores, sería el último. Explicaba su bajo desempeño: podríamos cremar más –asegura en el escrito-, desgraciadamente la indisciplina de estos internos resulta escalofriante, apenas entienden las normas, se resisten y esto demora el encadenamiento en la camilla que ingresa por la boca del horno. Lanzan gritos aterradores, espantan, ahuyentan y provocan desórdenes lastimeros. Nos obligan a castigarlos. Son incapaces, inferiores, no se resignan a entrar obedientemente.

El texto no llegó a su destinatario. Permanece en el museo, protegido por la otra lectura que los tiempos ofrecen, denuncia y homenaje; instante en el que resuenan maldiciones, órdenes, quejidos y lamentos.

Aquel campo de concentración se construyó cuando la Wehrmacht (ejército fascista) derrochaba industria bélica (tomó Francia en tres semanas y desfiló bajo el Arco del Triunfo), tenía de su parte los hilos de la guerra, la complicidad de casi todos, la mejor ingeniería de la muerte, garantías de que solo morían los enemigos del bien, los que habrían incendiado el Reichstag*.

El Führer declaró que el mundo debía aceptar sus razones o someterse a su fuerza. Podía y debía dirigir a la población mundial bajo el requerimiento del espacio vital. La palabra del Führer bastaba, el derecho sin fuerza era argucia inferior. Se advertía que arios y germánicos eran los únicos virtuosos. Sus élites padecían psicosis de guerra.

Escritores cortesanos que disfrutaban aún de plumas de ganso eran llamados plumas benéficas, pues saludaban la depuración de la especie.

Polonia fue liberada por uno de los aliados.

En este 2001 se cumplen 56 años de la liberación de los presos que sobrevivieron.

Quienes acuden a ese sitio acarician el suelo y presienten en el polvo la memoria de tan inimaginable crueldad.

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* Parlamento del Imperio Alemán en Berlín. El edificio fue incendiado en 1933 por los nazis, que acusaron de ello a los comunistas. Pequeño Larousse Ilustrado, 1991.


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