La fuerza reordena el continente

A comienzos de este siglo XXI, una fuerza del bien ha asumido la atribución de actuar contra el mal. Nada contrarresta su incontenible sed de justicia ni tan poderosa voluntad de acabar con los no competitivos, abundantes poblacionalmente. Estos excedentes se manifiestan como pueblos, culturas, economías, políticas, gobiernos, regiones, organizaciones, individuos.

La obsolescencia de la ONU y del derecho internacional se expresa en su agotamiento e inmovilidad.

La victoria sobre Afganistán ha restablecido la marcha benefactora de los fuertes sobre los débiles, representados generalmente por jefes que repudian cualquier resistencia a esa fuerza. Razón, riqueza, historia y negocios yacen y se amparan en la fuerza del bien.

El reordenamiento del continente oscila entre la infamia y la santidad, pasando por la administración local. Poderes disciplinados, partidarios de la rentabilidad, devotos de la comodidad y predispuestos a dar la vida de sus pueblos por ideales concebidos por el bien. Bienvenida sea la limpieza de excedentes: miserables, etnias estancadas, ejércitos patriotas, nacionalismos subdesarrollados, culturas no rentables y recursos desaprovechados.

El tratamiento de los problemas de la historia presente es militar. El poder está en las armas y las soluciones, en su utilización. El establecimiento ejercerá la adoración a esa fuerza.

Este siglo de guerra concluirá cuando la muerte haya resuelto los problemas, cuando la perversa deidad, Tánatos, se corone de laureles y la arena derramada disimule el tiempo.

El peligro, sin embargo, radica en que los pueblos sobrevivan al margen de la moral nacida de esa victoria. Podrían, entonces, rehacer el caos del génesis hasta crear su propia violencia, para continuar la vida.

Es probable que la guerra que comienza en Colombia y que se expande en la región alcance paulatina e irreversiblemente este nuevo mundo, antaño escenario de los hechos mas cruentos de la historia, limpiezas étnicas y atrocidades contra los pueblos indios.

En los términos suplicio y miseria no cabe el dolor de los pueblos de América. Está fuera de nuestra memoria, visible solo en la impotencia social del atraso, pero presente en gobiernos que truecan los bienes de estos Estados por ventajas y en las mínimas élites que migran a disfrutar de los éxitos gubernamentales.

Los administradores de América profesan devociones circunstanciales. Esta vez asumen la centralización del mando del bien. La única competencia permisible es la surgida de la fuerza. Incluso, las relaciones de propiedad han de subordinarse a ella.

Los principios de la economía descansan ocultos.

No hay resistencia posible, dicen.

Y aunque los pueblos sienten que están vencidos, no lo creen.

Su fe está mas allá.