“Toda fe ejerce una forma de terror (…) temible cuando los ‘puros’ son sus agentes”. Cioran
La “civilización” se ha vuelto a enfermar de fe, virus que ataca (lo hizo antaño) hasta demoler imperios.
Su vocero, representante de una política y de un sector del poder mundial, el presidente G.W. Bush, ha resuelto terminar con el mal en la tierra. La guerra que él declarara al terrorismo enfrenta fantasmas que únicamente los hombres de fe pueden advertir en gobiernos, naciones, organizaciones e individuos contaminados.
El Washington Post, predispuesto a contener excesos de irracionalidad, informa y denuncia la obsesión presidencial que prepara “ataques preventivos contra países hostiles”; el “complot para matar a Saddam Husseim, precedido por una invasión militar a Irak, fuerzas especiales similares a las que Estados Unidos envió a Afganistán, decenas de millones de dólares para operaciones encubiertas con la participación de la Central de Inteligencia Americana y otras instituciones”.
Esta disposición del gobierno norteamericano ha despertado halcones fervorosamente belicistas, escepticismos en gobiernos del G-7 y verdadero estupor en el mundo, insuficiente sin embargo para contener esa decisión, pues el mal se ha expandido a tantas naciones que mas de cien países pueden ser escenarios de victorias de Estados Unidos semejantes a la que obtuvo en Afganistán.
Lo exuberante de la decisión norteamericana radica en el extremismo, en su precipitación a demostrar que no es capaz de detenerse, su palabra basta y su práctica no puede ser enjuiciada, el “crimen de pensamiento” está vigente, el juez que lo sentencia y condena es la autoridad mundial.
Los temores de Bush tienen fundamento y, aunque él no lo sepa, radican en la militarización de la globalización. Concentración del poder mundial en un puñado de potencias cuyos Estados nacionales cierran fronteras y elevan muros de protección de sus economías. Subrepticia degradación económica en Estados Unidos oculta por el control de recursos en el mundo, ante lo cual un amplio sector político norteamericano se encuentra estupefacto. Abuso de la institucionalidad internacional para volver lícitas acciones de fuerza. Renuncia al desarme cuando las armas de hoy amenazan ecosistemas, medio ambiente, equilibrios vitales aún necesarios y psiquis colectivas. Crecimiento de todas las dimensiones de la miseria, incluso en los países desarrollados. Atroz alianza de los aparatos financieros con mafias que conducen Estados de América Latina, Africa, Asia. Todo esto genera reacciones que podrían “cometer crímenes de pensamiento”.
Se contraponen el miedo y el gasto militar norteamericano -hoy en la fase del éxito- que rebasan los límites en los cuales los grandes imperios empezaron su derrumbe.
“Una de las formas mas corrientes en que suele presentarse la tragedia (…) es la embriaguez de la victoria –así sea la lucha en que se gane una guerra o un conflicto de fuerzas espirituales-, (…) el militarismo ha sido, y con mucho, la causa mas frecuente del derrumbamiento de las civilizaciones, durante los cuatro o cinco milenios que han atestiguado la cuenta de los derrumbamientos registrados hasta la hora presente. El militarismo destroza a una civilización haciendo que los estados locales dentro de los cuales se halla articulada esa sociedad choquen entre sí en destructores conflictos intestinos” (Toynbee, Guerra y Civilización).
Así crecen las hostilidades entre Pakistán e India, la beligerancia palestino-israelita, la guerra civil en Colombia, la crispación racista y xenófoba de la ultraderecha europea, la descomposición y degradación de las economías subdesarrolladas, la impotencia de las instituciones de los países avanzados, la concentración de la ciencia, la técnica y los delirios de su razón: el fin de los prejuicios que enlazaron la civilización que expande sus excesos.
El gobierno G.W. Bush está incinerando incluso principios con los que se cohesionaba Occidente.
“El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático” (Cioran, Breviario de Podredumbre).
El fanatismo siempre fue premisa del fin. Cuando el poder es quien lo asume ese ritmo se apresura.