La empresa constituye una de las concreciones de la totalidad social en sus vínculos internos y trascendencia.
Tanto en los países avanzados como en los atrasados, el nivel de la empresa privada guarda correspondencia con el de la pública y viceversa.
La empresa pública ha sido convertida en uno de los desechos de la actual mutación histórica. Los sectores sociales que se estructuran alrededor del papel del trabajo y el capital en el Estado subdesarrollado son, además, dramáticamente afectados por el nuevo curso mundial. No obstante, sus actores permanecen inmutables en el pasado sin advertir y sin posibilidades de reaccionar ante el giro de la adelantada organización humana.
En Ecuador, la empresa pública muestra rezago por su organización y conducción. La sobrevivencia de técnicas obsoletas suprime la posibilidad de transformación empresarial en el marco de la misma relación de propiedad. Ofrece el espectáculo del decaimiento generacional, estancamiento de relaciones internas y esterilidad en sus disputas. El desinterés del Estado para administrar estas empresas y su uso para obtención de recursos al margen de la productividad las ha invalidado. Sus directivos han sido intermediarios de poderosos sectores económicos.
La decadencia de la empresa pública confronta sindicatos laborales con circunstanciales administradores. El sector privado mas tecnificado, el aparato financiero, ha usado a través del Estado esa decadencia, incluso la ha fomentado en su beneficio.
La banca especulativa, sus brazos mediáticos y su representación político-estatal manipulan y usufructúan esta decadencia. Operan con las ventajas de técnicas de última generación y arbitrarios procedimientos para obtener rentabilidades destinadas a mínimos grupos.
En Ecuador, ese sector financiero actuó sin las previsiones que el mundo desarrollado previó para enfrentar las mutaciones del trabajo, el capital y sus exigencias. El mando empresarial se mantuvo ligado a la sicología del subdesarrollo, la ética de la violencia como fuente de recursos y la dirección empresarial fuera del control colectivo que en toda sociedad se ejerce a través del Estado, especialmente de la normatividad jurídica, regulaciones organizativas, tributarias y otras.
Ese mando empresarial arbitrario se refleja en la administración estatal ilegal y funcional al requerimiento de fuerzas externas.
La élite engreída en la presunción de modernidad exhibe lo arcaico de sus nociones reducidas a la intimidación en toda gestión aplaudida por sus beneficiarios.
Esto fue posible porque el Estado ecuatoriano mutó en objeto de apropiación. Así es tratado por parte del poder económico que no cuenta con la critica de la opinión pública, substituida por el inobjetable ruido de sus medios de comunicación, mayoritariamente suyos, de igual manera que la representación estatal.
Esta particularidad refleja lo determinante del subdesarrollo. De aquí brota la necesidad de liberar al Estado de esa banca y a la banca, del despropósito de obtener ganancias únicamente desde la especulación con recursos públicos y privados.
La supuesta visión transformadora que se constriñe solo a la empresa pública y, a su vez, la visión que se encierra exclusivamente en el sector privado que controla el Estado incorporan insuficiencias de origen.
Justamente, en la comprensión transformadora de esta totalidad es posible encontrar la fuente de un nuevo pensamiento político que no puede nacer (ni ufanarse) de la “defensa” de uno u otro sector aislado, sino de la transformación de ambos en un andar conjunto, competitivo y en fusiones, alianzas o convergencias suficientes para la transformación del país.
Se podría afirmar que en estas condiciones cualquier reflexión o palabra es inútil. Hay algo de real, “las comunicaciones importantes en toda sociedad no son verbales sino culturales” (Edward T. Hall, citado por Peter Drucker en La Sociedad Postcapitalista).
El peso de la cultura del subdesarrollo en las élites y en los bajos fondos es decisivo. El ancla de esta cultura inmoviliza, unilateraliza, silencia. Está presente en el abuso del derecho que se lo reconoce en la sensación social de que éste casi no existe. El Estado se ha convertido en espacio de la mayor especulación, función que cumple sobre todas las cosas.
No basta la privatización para una revolución administrativa. Se recrearían los componentes vetustos del mundo de ayer. La organización es también técnico-científica y una aproximación así exige superación en la administración, el capital y el trabajo en todos los niveles.
Cuando esto se exprese en la política, nuevas nociones reconstituirán sus palabras vaciadas de contenido y cobrarán sentido las tendencias del pensamiento social.