Homenaje a la NO tortura

La tortura es práctica que atraviesa la Historia.

Alcanza el éxtasis de refinamiento en el siglo XXI. No obstante, sus logros en todas las épocas son semejantes, anestesian la sensibilidad, reducen el entendimiento y apagan el grito. Mientras se explora la conducta humana, aumentan los vestigios de ese ejercicio.

La tortura fue y es recurso cultural del más fuerte. Generalmente, el instinto del torturador se suma e interviene desproporcionadamente en el sometimiento del «culpable».

El tormento se justifica en la investigación de una desgracia, el conjuro o la liquidación del distinto. El atormentado siempre es un diferente, un marginal de la colectividad cohesionada por diversas manifestaciones, creencias, actos de fe, temores, ideas peligrosas, tenencia de pócimas, armas fuera de control, pigmentos de la piel, edades de indefensión, comunicación con fuerzas sobrenaturales. Todas, posesiones supuestas o reales del inmolado.

El martirio -el bien- ha servido para probar la existencia de dioses, demonios, maleficios y delitos. Vigorizante de la unidad, consistencia social, principio de conservación y recreación de la autoridad. Hizo furor con el Estado. Únicamente en momentos excepcionales no se han utilizado pavorosos castigos en el ejercicio del mando. Efímeras pausas en la manipulación de temores que encauzan comportamientos individuales y colectivos.

La tortura no opera solo al margen del derecho, donde se vuelve supuestamente apelable. Ha sido y es obra de la superioridad, atributo también inmerso en la legitimidad.

Lo corroboró Tomás de Torquemada, quien perfeccionó y aplicó masivamente los padecimientos. Demandó artificios-inteligentes de persuasiva eficacia: descuartizamientos, mutilaciones de órganos sexuales, cepos, hogueras, pailas, tenazas para arrancar ojos, narices, orejas, lenguas y más morcilla de este estilo.

Fue el Primer Inquisidor, cualidad contagiosa que copó los aparatos estatales represivos y todavía se extiende en pos de la depuración global.

La universalidad de la imagen de Torquemada es fácil de rastrear en las invasiones de conquista postmoderna, donde otras armas-inteligentes apagan la vida con prisa, aunque sacrifican, al parecer, el porvenir de la autoridad mundial.

Los conquistadores de América descubrieron -igual que cualquier invasor u ocupante- el mal del cual debían ser liberados los pueblos. Los conquistados estaban infectados de diferencias, debían ser liberados de ellas, de sus dioses, lenguas, convicciones, ética, afectos, creencias, saberes, experiencia, metales y piedras preciosas…

La usanza fue el suplicio. Despojaron a estos pueblos de sus divinidades: Sol, Luna, montañas, vientos, truenos, rayos, lagos, ríos, páramos. Parte de esta tierra se quedó sola. La benéfica acción del conquistador eliminó pueblos enteros. Al fin, se impuso el bien y la cruz del inquisidor.

El procedimiento marcó al colonizado y a ese producto social que emergió de la Colonia, especie de etnia, el mestizo. Medio blanco, medio indio, medio negro. Encadenado a la ignorancia, al miedo que propagó la agonía de los torturados, a la insustituible impunidad del imperio.

La estética del más fuerte se impuso como la de todos, para impedir la comprensión necesaria y reducirla a la conveniente.

Así fue y aún es posible desfigurar masas para encarcelar «espíritus intolerables» y mutilar espíritus hasta que quepan en cuerpos obedientes, individuales o colectivos.

Los espectáculos de exaltada convocatoria han estado ligados a un sacrificio exhibido en circo propio: la picota, castigos ejemplares, crucifixión, horca, garrote, fusilamiento, silla eléctrica

La educación y la información a largo plazo son más eficientes que las armas. Cuando las armas quedan solas, la resistencia y el tiempo cuestionan irreversiblemente su fortaleza.

Las premisas de la tortura un día decantan y se resumen en razón de Estado. Sima de su degradación. Allí se invoca el nombre de dios, el derecho, el bien, la obtención y difusión de verdades.

La prepotencia de fanatismos inexorables impone y vertebra la sumisión colectiva. Esta tragedia se concentra y exhibe en el aplomo de quienes ignoran la duda, según se ha dicho.

La tortura ha recorrido todos los caminos. Conoce desiertos metrópolis y penumbras. Son frecuentes los períodos de victoria criminal de estructuras urdidas con axiomas y dogmas. Marcan el curso de la Historia en antros de políticas decadentes, ámbitos de mafias, cárceles, armas sin palabras, creencias y horrores inoculados, desate de epidemias incontrolables, pandemias ideológicas como las cruzadas de todo orden y tiempo. Al fin, el silencio multiplica la infamia.

Hay épocas que deben morir, pero antes, crucifican a millones que toman el nombre de Espartaco, Juana de Arco, Brujas de Salem, terroristas, pirómanos, evolucionistas. Todos «prestamistas» de su cuerpo como templo del demonio.

Cuán estremecedora habrá sido la voz de Jesús cuando lo convertían en El Cristo. Debió ser, o sigue siendo, terrible.


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